Hay una palabra que nace en el pecho como música antigua, que se derrama por las venas como miel dorada y amarga. Saudade, susurran los labios cuando el alma no encuentra su nombre exacto para este dolor que no duele, para esta alegría que entristece, para este vacío que está lleno de todo lo que fue y ya no es.
Es el sabor del café que bebíamos juntos en las mañanas de domingo, cuando el tiempo era nuestro y no sabíamos que se nos escapaba entre los dedos como arena fina. Es el eco de tu risa resonando en habitaciones vacías, el fantasma de tus pasos en escaleras que ya no subes, la sombra de tus manos en puertas que ya no abres.
Saudade es caminar por calles que conocimos juntos y sentir que cada piedra guarda un secreto, que cada esquina es un altar donde dejamos pedazos de nosotros mismos. Es mirar el mar y reconocer en sus olas el ritmo de conversaciones que nunca terminaremos, es ver en las nubes formas que solo tú sabías descifrar.
No es nostalgia simple, no es melancolía común. Es algo más profundo, más dulce y más cruel: es amar lo que se fue con la misma intensidad con que se ama lo presente, es cargar en el alma paisajes que ya no existen, personas que ya no están, momentos que brillan en la memoria como estrellas muertas que aún nos dan su luz.
Saudade es la certeza de que algo hermoso existió, la gratitud infinita por haberlo vivido, y la aceptación serena de que su ausencia también es una forma de presencia. Es saber que en algún lugar del tiempo seguimos riéndonos juntos, seguimos caminando por esas calles, seguimos siendo lo que fuimos cuando el mundo era más joven y nosotros creíamos en la eternidad de los instantes perfectos.
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