Y si la muerte llega a buscarme, que lo haga envuelta en su manto de niebla, con esa voz de río interminable, y su paso pausado que arrastra ecos olvidados. No le temo ni la evito, porque en su sombra baila el latido de lo que fui, de lo que soy, y de aquello que nunca podré nombrar. La muerte no es un final, sino un umbral de luz quebrada, un espejo donde mi rostro se funde con el de todos.
Si me llama, que me halle descalzo sobre la tierra aún tibia, con el aroma del jazmín entrelazado en mis manos, y el susurro del viento narrando historias que no comprendo. Que me encuentre cantando a media voz, un canto imperfecto, un canto vivo, tejido con los hilos dispersos de mis días. Que me sorprenda mirando al cielo, ese lienzo donde las nubes trazan promesas que nadie cumple.
Y si la muerte me llama, que no me pida explicaciones, porque solo poseo este instante, este aliento que se escapa entre mis labios, este corazón que late como un tambor sin conocer su destino. No le entregaré mi miedo, sino mi asombro; no mis lágrimas, sino la risa que se quiebra en mi garganta. Le diré que he vivido al borde de los días, que he amado hasta desgarrarme, que he caminado por senderos de polvo y estrellas.
Que venga, si quiere, con su guadaña de luna, con su silencio tan denso como el mar. Pero que sepa que no me llevará por completo, porque dejo fragmentos de mí en la risa de un niño, en el roce de una mano amada, en el verso que escribí y que el viento ya se llevó. Y si la muerte me llama, que me encuentre siendo un río, un relámpago, un soplo de eternidad que no se apaga, porque en cada latido, en cada mirada, he sido más vida que final.
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