Bendita desilusión que llega como el viento nocturno a despeinar las certezas que había cultivado con tanto esmero en el jardín de mis expectativas. Qué dulce resulta ahora este desencanto que creí amargo, qué liberadora esta caída que temí como abismo. Porque en el fondo del pozo no encontré oscuridad sino la luz que emanaba de mis propias manos vacías, de mis ojos lavados por el llanto que no fue de tristeza sino de reconocimiento.
Me habían dicho que el amor era posesión y yo coleccioné sonrisas como quien atesora monedas antiguas. Me habían susurrado que la felicidad vivía en el futuro y yo construí castillos de arena en la playa del mañana. Pero la desilusión llegó como una ola misericordiosa y se llevó mis construcciones, mis colecciones, mis mapas del tesoro que señalaban hacia horizontes imaginarios.
Ahora camino con las manos abiertas, palmas hacia el cielo, recibiendo esta lluvia que no moja sino que purifica. Cada gota es una verdad que no necesita ser poseída para ser vivida. Cada paso es un desprendimiento que no duele sino que alivia. Porque descubrir que las cadenas eran de papel, que los grilletes eran de humo, que las prisiones eran de vidrio que yo mismo había construido con el aliento de mis miedos.
La desilusión me enseñó que lo que amaba en otro ser era la proyección de mi propia hambre, que lo que buscaba en los objetos era el reflejo de mi vacío. Y al perder las ilusiones encontré la realidad: esta respiración que no necesita ser explicada, este latido que no pide permiso, esta existencia que no requiere justificación ni aplauso ni testigos.
Bendita desilusión que me devolvió a mí mismo, que me entregó desnudo ante el espejo de lo que es. Aquí estoy, sin máscaras, sin roles, sin las pesadas armaduras que creí necesarias para la batalla de vivir. Aquí estoy, libre al fin de la tiranía de querer ser otro, de estar en otro lugar, de poseer otros momentos que no sean este, precisamente este, que se escurre entre mis dedos como agua bendita.
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