Hay certezas que no necesitan demostración, como el agua que busca su cauce o la luz que encuentra su reflejo. Tu presencia en mi vida tiene esa misma naturaleza inevitable, esa misma lógica silenciosa que no admite cuestionamientos. Estás hecha para mí como el silencio está hecho para la palabra, como la noche para el amanecer que la redime.
Cuando te miro, no veo casualidad sino arquitectura perfecta. Cada gesto tuyo responde a una pregunta que mi alma formuló antes de conocerte. Tu risa es la llave que abre puertas que yo mismo había cerrado sin darme cuenta. Tus manos conocen el mapa de mi piel mejor que mis propios ojos, y en tus labios encuentro el idioma que siempre quise hablar pero nunca supe pronunciar.
No es que me completes, porque yo no estaba incompleto. Es que me revelas. Como el viento revela la forma exacta del árbol al mecerlo, como la lluvia revela los colores ocultos de la tierra seca. Contigo descubro que tengo una capacidad de ternura que desconocía, una sed de eternidad que creía imposible de saciar.
Estás hecha para mí en la medida exacta en que yo estoy hecho para ti. No somos mitades buscando su otra mitad, sino enteros que se reconocen, espejos que se reflejan y se multiplican hasta el infinito. En tu mirada veo mi propio asombro devuelto, purificado, hecho nuevo cada día.
Por eso cuando dices mi nombre, no solo me nombras: me inventas. Y cuando yo pronuncio el tuyo, no solo te invoco: te confirmo en tu existencia más verdadera, en esa dimensión tuya que solo existe cuando estás conmigo, como yo solo existo plenamente cuando estoy contigo.
Estás hecha para mí como el eco está hecho para la voz, como la sombra para el cuerpo que la proyecta. Y en esta correspondencia perfecta, en esta danza de almas que se reconocen, encuentro la única prueba que necesito de que el mundo, a pesar de todo, tiene sentido.
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