Eras la habitación donde guardaba mis domingos, el rincón exacto donde el sol entraba tibio por las mañanas de febrero. Tenías esa geografía perfecta de brazos que conocían el mapa de mis insomnios, y yo me perdía feliz en tu clima de risas bajas y conversaciones que duraban hasta que el café se enfriaba entre nuestras manos.
Fuiste la esquina preferida de mi ciudad interior, ese lugar donde uno va cuando el mundo afuera se vuelve demasiado ruidoso. Tenías la temperatura exacta de mi comodidad, el volumen justo de mi tranquilidad. Eras el hogar que llevaba puesto, la dirección que daba cuando me preguntaban dónde vivía la felicidad.
Pero los lugares favoritos a veces cambian de dueño sin avisar. Y tú empezaste a reorganizar mis cosas, a mover los muebles de mis certezas, a cambiar las llaves de mis confianzas. Comenzaste a mirarme como si fuera un visitante que se había quedado más tiempo del debido, como si mi presencia fuera una mancha en tu perfecta decoración de silencios.
Me fui volviendo extranjero en tu territorio, turista perdido en calles que antes conocía de memoria. Mis palabras empezaron a sonar con acento extraño en tu idioma, mis gestos se volvieron torpes en tu protocolo de nuevas reglas. Y yo, que había sido habitante de tu intimidad, me descubrí tocando la puerta desde afuera, pidiendo permiso para entrar a lo que antes era nuestro.
Ahora camino por otras geografías, buscando rincones donde mi nombre suene como música y no como ruido. Porque aprendí que los lugares favoritos no se conquistan: se reconocen. Y que cuando alguien te hace sentir extranjero en el país de su amor, es hora de buscar nueva ciudadanía en territorios más amables.
Te guardo en la memoria como se guardan las postales de ciudades que ya no existen, lugares hermosos que el tiempo se llevó. Fuiste mi lugar favorito, es cierto. Pero los lugares favoritos que nos expulsan dejan de serlo, y uno aprende a construir hogar en otras coordenadas del corazón.
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