Las palabras llegan como lluvia mansa sobre el papel que espera, sediento de tinta y de verdades a medias. Escribo porque el silencio pesa más que todas las piedras del mundo juntas, porque hay días en que las lágrimas se quedan atascadas en la garganta como pájaros heridos que no saben volar hacia afuera. La página se convierte entonces en refugio, en ese lugar secreto donde puedo ser cobarde sin que nadie me juzgue, donde puedo confesarle al vacío todo lo que no me atrevo a decir en voz alta.
Otras veces la escritura es ancla. Escribo los nombres de quienes se fueron para que no se desvanezcan en el aire como humo de cigarrillo apagado. Escribo las tardes de domingo en casa de la abuela, el olor a café recién hecho mezclado con el aroma de las flores del jardín, las risas que resonaban en los corredores como campanas pequeñas. Escribo para que el tiempo no se lleve también estas cosas, para construir un museo personal donde cada palabra es una vitrina que protege los recuerdos del óxido del olvido.
La pluma se vuelve confesionario y archivo al mismo tiempo. Es la única herramienta que tengo para domesticar el dolor y hacer que la nostalgia no me devore completa. Porque hay tristezas que solo se curan escribiéndolas, hay memorias que solo sobreviven si las alimentamos con palabras. Y aquí estoy, entre la tinta y el papel, construyendo puentes entre lo que fue y lo que soy, entre lo que duele y lo que sana, escribiendo para no ahogarme en mis propias lágrimas, escribiendo para que nada importante se pierda en el camino.
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