Y entonces reímos, ¿sabes?, como si la ciudad entera se hubiera puesto de acuerdo para desarmarse en un estallido de vidrios rotos y campanas borrachas.
Reímos porque el amor es un bicho raro, un insecto de alas torcidas que se posa en la punta de la nariz y nos hace cosquillas hasta que los ojos se nos llenan de agua.
Nos amamos, sí, pero no de esa manera solemne de los poetas de vitrina, no con versos que pesan como mármol. Nos amamos en el tropiezo, en el café derramado sobre la mesa, en el roce torpe de los dedos buscando un botón que no existe.
Reímos porque el amor es un malentendido feliz, una partida de dados donde siempre sale un número que no entendemos. Tú me miras y yo te miro, y en ese cruce de pupilas hay un complot, una conspiración de instantes que se niegan a ser serios.
¿Quién dijo que amar es grave, que es un asunto de contratos y juramentos? Nosotros nos amamos en la acera rota, en el semáforo que parpadea como guiñándonos un secreto.
Reímos porque el amor es una broma que nos contamos al oído, un chiste que nadie más entiende, y que nos deja doblados, con las manos en el estómago, buscando aire.
Y cuando la noche se cuela por la ventana, nos amamos en el desorden de las sábanas, en el murmullo de las palabras que no llegan a ser palabras, porque el amor no necesita gramática.
Reímos, amor, reímos como si el mundo fuera un juguete que se desarma y se arma de nuevo con cada abrazo. Nos amamos en el eco de esa risa, en el espacio donde los relojes se cansan de contar y el tiempo se sienta a mirarnos, cómplice, mientras inventamos nuestro propio alfabeto.
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