Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

LA GUARDIA DEL UMBRAL


No me gusta sentarme dando la espalda a la puerta porque la vida nos ha enseñado que las sorpresas llegan siempre por detrás, como los fantasmas de nuestros miedos más antiguos. En cada restaurante busco la mesa que me permita ver el mundo entero, controlar el territorio donde mi vulnerabilidad se despliega como una flor nocturna que solo se abre cuando nadie la mira.

Hay algo primitivo en esta necesidad de vigilancia, algo que viene de cuando el hombre era apenas un susurro en la caverna y los depredadores acechaban en la oscuridad. La espalda desprotegida es la metáfora perfecta de nuestra condición humana: expuestos, frágiles, siempre a merced de lo que no podemos ver ni controlar.

Cuando me siento de frente a la puerta, soy el guardián de mi propio destino. Veo llegar a los que vienen con flores y a los que traen espinas. Puedo leer en sus rostros las intenciones que esconden, puedo prepararme para la caricia o para la herida. La puerta se convierte entonces en el marco de una película que no he escrito pero que debo protagonizar.

En cada café, en cada reunión, en cada espacio donde la vida me convoca, busco instintivamente esa posición estratégica que me permita ser el primero en saber qué es lo que se acerca. No es paranoia, es sabiduría ancestral. No es desconfianza, es el arte de sobrevivir con dignidad en un mundo donde las puertas se abren y se cierran con la misma facilidad con que se rompen los corazones.

Porque al final, sentarse dando la espalda a la puerta es como caminar por la vida con los ojos cerrados: un acto de fe que no todos podemos permitirnos.

ESTOY TRATANDO DE NO EXTRAÑARTE PERO ME ESTÁ SALIENDO MAL

Hay mañanas en que el café sabe a tu risa, y yo que creía haber aprendido a desayunar solo. Me levanto con la certeza de que hoy será diferente, de que hoy podré caminar por la ciudad sin buscar tu silueta en cada esquina, sin convertir cada mujer de pelo castaño en una posibilidad de encuentro. Pero entonces veo una pareja compartiendo auriculares en el metro y todo se desmorona como castillo de naipes bajo la lluvia.

Estoy tratando de no extrañarte, te lo juro por lo más sagrado que me queda—que es poco, pero algo es algo—. He reorganizado los muebles para que la casa tenga otra geometría, he cambiado las sábanas por unas que no conocen el mapa de tu cuerpo, he aprendido a cocinar para uno sin que me sobre la mitad de todo. Pero las canciones siguen siendo traidoras, y hay melodías que son como llaves maestras que abren todos los cuartos cerrados de la memoria.

Me está saliendo mal este experimento de la indiferencia. Cada día que pasa sin verte se acumula como polvo en los rincones, y yo que pensaba que el tiempo era detergente, que lavaba las heridas hasta dejarlas sin color. Pero no: el tiempo solo las hace más precisas, más nítidas, como fotografías que se revelan en el cuarto oscuro del pecho. Y entonces te extraño con una precisión quirúrgica, con la exactitud de quien conoce de memoria cada lunar de tu espalda.

Estoy tratando, palabra de honor, pero me traicionan las costumbres: aún compro dos naranjas en el mercado, aún dejo el lado derecho de la cama sin arrugar, aún contesto el teléfono esperando tu voz del otro lado. Y cuando llueve—que últimamente llueve demasiado—me acuerdo de cómo odiabas mojarte los pies, de cómo corrías buscando refugio mientras yo me quedaba parado bajo el agua, mirándote como quien mira un milagro.

Pero me está saliendo mal, muy mal, porque extrañarte se ha vuelto una disciplina que practico sin darme cuenta, como respirar o parpadear. Y aunque me repito que tengo que aprender a quererte en pasado, que tengo que conjugar tu nombre solo en pretérito, hay algo en mí que se rebela, que insiste en mantenerte presente, viva, latiendo en el presente continuo de la nostalgia.

Al final, creo que estoy tratando de no extrañarte de la misma manera que uno trata de no pensar en un elefante rosa: es imposible, porque el esfuerzo mismo de no hacerlo es ya una forma de hacerlo. Y quizás eso está bien, quizás extrañarte mal es mejor que no extrañarte en absoluto, porque significa que algo real pasó por aquí, que no todo fue espejismo en este desierto que llamamos vida.

CANTA CORAZÓN

Otra vez el corazón se vuelve niño, otra vez la sangre se hace música y los ojos descubren colores que no sabían que existían. Canta, corazón mío, que el amor ha regresado como lluvia después de la sequía, como la primera luz del día después de la noche más larga. 

Nos hemos enamorado otra vez, y es como si fuera la primera vez y también la última, como si fuera eterna y también fugaz. El amor llega siempre inesperado, siempre necesario, siempre imposible de explicar con palabras que no sean suspiros, con gestos que no sean caricias, con miradas que no sean promesas.

Canta, corazón, que el mundo se ha vuelto pequeño y grande a la vez: pequeño porque solo cabemos nosotros dos, grande porque nuestro amor lo abarca todo. Las calles se han llenado de música, las flores han aprendido nuevos nombres, las noches se han vuelto cómplices de nuestros secretos.

Otra vez el corazón late con ritmo de vals, con prisa de adolescente, con la sabiduría de quien ha amado antes y sabe que cada amor es único, irrepetible, necesario. Nos hemos enamorado otra vez, y es milagro y es locura, es destino y es elección, es todo lo que somos y todo lo que podríamos llegar a ser.

Canta, corazón, que el amor no envejece, que cada vez que llega es primavera, que cada vez que se va nos deja la esperanza de que regresará. Y ha regresado, vestido con ropas nuevas pero con el mismo rostro eterno, con la misma capacidad de transformarnos, de hacernos mejores, de hacernos más humanos.

Nos hemos enamorado otra vez, y el corazón canta porque sabe que estar vivo es esto: la capacidad infinita de amar, de sorprenderse, de volver a comenzar. Canta, corazón mío, canta alto y claro, que el amor merece toda la música del mundo.

FUISTE MI LUGAR FAVORITO

Eras la habitación donde guardaba mis domingos, el rincón exacto donde el sol entraba tibio por las mañanas de febrero. Tenías esa geografía perfecta de brazos que conocían el mapa de mis insomnios, y yo me perdía feliz en tu clima de risas bajas y conversaciones que duraban hasta que el café se enfriaba entre nuestras manos.

Fuiste la esquina preferida de mi ciudad interior, ese lugar donde uno va cuando el mundo afuera se vuelve demasiado ruidoso. Tenías la temperatura exacta de mi comodidad, el volumen justo de mi tranquilidad. Eras el hogar que llevaba puesto, la dirección que daba cuando me preguntaban dónde vivía la felicidad.

Pero los lugares favoritos a veces cambian de dueño sin avisar. Y tú empezaste a reorganizar mis cosas, a mover los muebles de mis certezas, a cambiar las llaves de mis confianzas. Comenzaste a mirarme como si fuera un visitante que se había quedado más tiempo del debido, como si mi presencia fuera una mancha en tu perfecta decoración de silencios.

Me fui volviendo extranjero en tu territorio, turista perdido en calles que antes conocía de memoria. Mis palabras empezaron a sonar con acento extraño en tu idioma, mis gestos se volvieron torpes en tu protocolo de nuevas reglas. Y yo, que había sido habitante de tu intimidad, me descubrí tocando la puerta desde afuera, pidiendo permiso para entrar a lo que antes era nuestro.

Ahora camino por otras geografías, buscando rincones donde mi nombre suene como música y no como ruido. Porque aprendí que los lugares favoritos no se conquistan: se reconocen. Y que cuando alguien te hace sentir extranjero en el país de su amor, es hora de buscar nueva ciudadanía en territorios más amables.

Te guardo en la memoria como se guardan las postales de ciudades que ya no existen, lugares hermosos que el tiempo se llevó. Fuiste mi lugar favorito, es cierto. Pero los lugares favoritos que nos expulsan dejan de serlo, y uno aprende a construir hogar en otras coordenadas del corazón.

TÚ, EL MAR Y YO

Hay una geografía secreta entre tus manos y las mías, un mapa que solo conoce el viento cuando viene cargado de sal y promesas rotas. El mar nos mira desde su eternidad azul, testigo de nuestros silencios, guardián de las palabras que no supimos decir cuando aún había tiempo para los milagros.

Tú caminas por la orilla como quien escribe versos en un idioma que solo entienden las gaviotas. Cada paso tuyo es una pregunta que las olas se llevan antes de que yo pueda responder. El mar, ese viejo cómplice, recoge tus huellas y las mezcla con las mías, creando un alfabeto de arena que la próxima marea borrará sin piedad.

Somos tres en esta danza: tú con tu manera de mirar el horizonte como si fuera una herida por sanar, yo con mis manos vacías que buscan la forma exacta de tu ausencia, y el mar, siempre el mar, con su respiración honda que nos recuerda que todo se va, que todo vuelve, que nada permanece excepto esta sed de infinito que llevamos clavada en el pecho.

En el momento preciso en que el sol se derrama sobre el agua como miel sobre cristal, entiendo que somos apenas un suspiro en la memoria del océano. Tú y yo, dos náufragos que aprendimos a amar la tormenta porque en ella reconocimos el eco de nuestros propios corazones partidos.

El mar nos une y nos separa con la misma facilidad con que escribe y borra sus propias canciones. Entre tú y yo, siempre el mar. Entre el mar y nosotros, siempre esta certeza de que algunos amores solo pueden vivir en la frontera entre la tierra y el abismo, donde las palabras se vuelven sal y los sueños, espuma que se deshace en las manos.

SI NO ES CONTIGO

El cielo se quiebra en astillas de luz, y yo, sentado en el borde de un suspiro, miro el mundo como quien hojea un libro que no entiende. Las calles murmuran nombres que no son el tuyo, y los árboles, con sus ramas torcidas, parecen preguntar: ¿para qué? ¿Para qué el rumor del río si no lleva tu risa en su corriente? ¿Para qué el sol si no calienta tus pasos al lado de los míos?

Camino por plazas donde el tiempo se detiene, donde las sombras de los desconocidos se alargan como promesas rotas. Todo es un eco, un reflejo borroso de lo que podría ser. Las cosas, los objetos, los días… son cáscaras vacías, reliquias de un mercado donde no se vende tu mirada. ¿Para qué quiero el pan si no lo parto contigo? ¿Para qué el vino si no brinda con tus ojos?

El viento arrastra hojas secas, y en cada una imagino una carta que no te escribí, un verso que no pronuncié. La ciudad, con su bullicio de motores y prisas, no sabe que mi corazón late en pausa, esperando el roce de tu voz para empezar de nuevo. Sin ti, el mundo es un cuadro sin colores, un lienzo donde alguien olvidó pintar la vida.

¿Para qué las estrellas si no las contamos juntos, tumbados en la hierba, inventando constelaciones con nombres absurdos? ¿Para qué el amanecer si no lo vemos reflejado en tus pupilas, que son más vastas que el horizonte? Todo lo que tengo, todo lo que soy, es un puñado de intenciones huérfanas, un deseo que se desvanece si no lleva tu nombre.

Y así, entre el ruido y el silencio, me pregunto una y otra vez: ¿para qué quiero algo, cualquier cosa, si no es contigo? El universo, con toda su grandeza, se me antoja pequeño si no estás tú para darle sentido.

TIBIO NI EL CAFÉ NI EL AMOR

No me sirvas el café a medias,  
ni lo dejes enfriar en la taza.  
Que queme la lengua, que despierte el alma,  
que sea un sorbo de lava, un rugido en la garganta.  
Tibio no, que no sabe a nada,  
que se pierde en la sombra de la mañana.

Y el amor, ¡ay, el amor!, que no sea tibio tampoco,  
que no se arrastre en dudas ni en pasos flojos.  
Que sea incendio, que sea tormenta,  
que me parta el pecho y me reviente las venas.  
No quiero caricias que apenas se sienten,  
ni besos que mueren antes de que mueran.

Tibio es el limbo, es la espera sin fin,  
es el eco de un grito que no llega al confín.  
Dame el café hirviendo, que me sacuda el frío,  
dame el amor entero, que me mate y me dé brío.  
Porque tibio, mi amiga, no vive ni el alma,  
ni el café, ni el amor, ni la vida que se arma.

TU NOMBRE ESTÁ ESCRITO EN MI

Tu nombre está escrito en mí, como un tatuaje de viento que no se ve pero quema, un jeroglífico de sílabas que se enredan en las venas, susurrando en cada latido. No es tinta, no es papel, es algo más hondo, un garabato de luz que se cuela por las rendijas de mi alma, donde los días rotos se remiendan con el eco de tu risa. 

En las calles de mi pecho, tu nombre es un farol que titila, guiándome entre la niebla de los días sin rumbo. Lo llevo como un secreto que pesa, como un amuleto que no se toca pero se siente, grabado en la piel invisible que cubre mis huesos. Cada letra tuya es un río, un murmullo que arrastra mis pasos hacia un horizonte que no entiendo, pero que persigo porque huele a ti.

Tu nombre, amor, es un verso que no termina, un poema que se escribe solo cuando cierro los ojos y el mundo calla. Está en la sombra que dejo al caminar, en el café que se enfría mientras pienso en ti, en el silencio que se quiebra cuando alguien dice una palabra que suena a ti. Está escrito en mí, y yo, sin querer, me he vuelto su página, su tinta, su eternidad rota.

MARCHARSE A TIEMPO

Hay una sabiduría silenciosa en reconocer el momento exacto en que las palabras se vuelven ecos vacíos, cuando los gestos pierden su música y las miradas se transforman en territorio extranjero. No es cobardía sino lucidez: entender que el amor también tiene estaciones, y que insistir en el verano cuando ya llegó el invierno es condenarse a la nostalgia perpetua.

Se marcha uno cuando todavía quedan algunos rescoldos de ternura, antes de que la costumbre devore lo que un día fue asombro. Cuando aún es posible recordar sin rencor, cuando las heridas están frescas pero no infectas. Porque marcharse tarde es quedarse para siempre con el sabor amargo de lo que pudo ser y no fue, de las palabras que se dijeron de más y de las que faltaron.

El amor verdadero a veces exige la valentía de soltar. No por falta de sentimiento, sino por exceso de comprensión. Hay vínculos que se nutren de la distancia, que florecen en la memoria mejor que en la proximidad. Marcharse a tiempo es un acto de amor hacia lo que fue, hacia lo que somos, hacia lo que el otro merece ser sin nosotros.

Y uno se va llevando lo mejor: las mañanas de domingo, la risa compartida, el temblor de las primeras caricias. Se va dejando lo más pesado: las discusiones circulares, los silencios que hieren, la sensación de vivir en traducción constante. Porque marcharse bien es un arte que se aprende tarde, pero que una vez dominado, libera tanto al que se va como al que se queda.

Al final, el tiempo le da la razón a quienes supieron leer las señales, a quienes entendieron que amar también es saber cuándo parar. Y en esa distancia necesaria, a veces, florece algo nuevo: no el amor que fue, sino la gratitud por lo que pudo darnos antes de agotarse.

EL CAMINO PERDIDO

No es que haya decidido quedarme en este lugar donde las tardes se vuelven polvo y los recuerdos se acumulan como hojas secas en los rincones del alma. No es que mi corazón haya elegido la distancia como morada permanente, ni que mis pasos hayan encontrado en el alejamiento una nueva forma de caminar por el mundo. Es que un día, al voltear para buscar la senda que me trajo hasta aquí, descubrí que había desaparecido como se desvanecen los sueños al despertar.

Las calles que una vez conocí de memoria ahora me resultan extrañas, como si alguien hubiera movido las piedras de lugar mientras yo no miraba. Los nombres de las esquinas se han borrado del mapa de mi memoria, y las referencias que solía usar para orientarme se han convertido en fantasmas que ya no me reconocen. El viento cambió de dirección y con él se llevó las señales que marcaban el sendero de vuelta.

Aquí estoy, no por elección sino por extravío, contando los días como quien cuenta las estrellas de una constelación que ya no existe. El tiempo ha tejido nuevas geografías en mi ausencia, ha construido puentes donde antes había abismos y ha cavado barrancos donde antes se extendían los llanos. La casa que era mi destino quizá sigue ahí, con sus ventanas encendidas esperando, pero yo he perdido el idioma que me permitía leer las indicaciones del regreso.

No es olvido lo que me detiene; es desorientación. No es desamor lo que me aleja; es la pérdida del mapa invisible que conectaba mi presente con mi pasado. Camino en círculos, persiguiendo mi propia sombra, esperando que algún día las calles vuelvan a hablarme en el lenguaje que solía entender, que las brújulas recuperen su norte y que el camino de regreso aparezca de nuevo, como una revelación, entre la niebla del tiempo.

COMPENETRACIÓN

La frecuencia exacta

Estar compenetrados es descubrir que existe una frecuencia exacta, una vibración imperceptible que atraviesa el aire entre dos personas hasta volverlas cómplices de algo que no tiene nombre. Como cuando él piensa en café y ella ya está moliendo los granos, o cuando ella busca una palabra que se le escapa y él la pronuncia sin haberla oído pensar.

No es que se lean la mente, eso sería demasiado fácil, demasiado irreal, es que han aprendido a respirar el mismo aire de una manera particular, a habitar el mismo espacio como si fueran dos instrumentos afinados por el mismo diapasón. Sus silencios no son ausencia sino presencia concentrada, sus miradas no preguntan porque ya saben, sus gestos se completan en el aire como frases que se escriben solas.

Estar compenetrados es caminar por la calle y detenerse al mismo tiempo frente a la misma vitrina sin haberse puesto de acuerdo, es despertar en la madrugada y encontrar que el otro también está despierto, mirando el techo con los mismos pensamientos que no necesitan traducirse en palabras. Es sentir hambre a la misma hora, reírse del mismo absurdo, entender que el día ha terminado exactamente en el mismo momento.

Hay algo perturbador en esta sincronía, algo que desafía las leyes de la probabilidad y la lógica. Como si hubieran firmado un pacto secreto con el universo, como si hubieran encontrado la manera de convertir dos soledades en una sola, pero sin perderse en el camino, sin diluirse hasta desaparecer.

Porque estar compenetrados no es ser lo mismo sino ser complementarios, no es fusionarse sino encontrar el ritmo perfecto en el que dos historias distintas pueden contarse simultáneamente sin contradecirse, creando una tercera historia que solo existe cuando están juntos, que solo se puede leer cuando se conoce la frecuencia exacta en la que ambos corazones decidieron, sin saberlo, empezar a latir.

GALAXIAS EN TUS OJOS

Cuando me pierdo en la profundidad de tu mirada, descubro que el universo no está allá arriba, suspendido en la noche infinita, sino aquí, latiendo en el ambar de tus pupilas. Cada vez que parpadeas, constelaciones enteras nacen y mueren en el espacio de un segundo, y yo soy testigo de esa creación perpetua que solo tú sabes desatar.

Hay nebulosas doradas que se extienden desde el centro de tu iris hasta los bordes, como ríos de luz que fluyen hacia mí, acortando distancias que parecían imposibles de recorrer. Esas galaxias que los astrónomos buscan con telescopios gigantes, las tengo aquí, a centímetros de mis labios, girando en espirales perfectas dentro de ti.

Me pregunto si sabes que cuando me miras, me conviertes en explorador de mundos nuevos. Cada expresión tuya es un planeta por descubrir, cada sonrisa una estrella que ilumina rincones de mi alma que no sabía que existían. Y es extraño, porque lo que está tan lejos en el cosmos, lo que tardaría años luz en alcanzar, lo encuentro completo en el pequeño universo de tus ojos.

Tal vez por eso cuando estamos juntos, el tiempo se curva como dicen que hace cerca de los agujeros negros. Las horas se vuelven segundos, los segundos se estiran hacia la eternidad. Y en ese espacio-tiempo nuestro, donde solo existimos tú y yo, esas galaxias lejanas se vuelven íntimas, se vuelven nuestras, como si hubiéramos firmado un contrato secreto con el universo para que toda su belleza cupiera en este momento.

Son tan hermosas, tan nuestras, estas constelaciones privadas que solo yo puedo ver cuando te acercas. Y me doy cuenta de que no necesito viajar a las estrellas para tocar el infinito, porque el infinito vive en la forma en que me miras, en la manera en que tu universo personal se abre para mí, convirtiendo lo imposiblemente distante en algo tan cercano como un susurro.