Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

USTED, SEÑORA MÍA

Usted, señora mía,
es la poesía que no rima
pero vibra,
es la estrofa que susurra
en la penumbra de mis noches.

Es el verso extendido
que lleva mi nombre allí escondido,
escrito no con tinta,
sino con la dulzura de su piel
y el calor de su mirada.

Usted es mi eterna fantasía,
pero también mi calma,
la música suave
que me arrulla en su regazo
y me enciende sin prisa.

No es solo cuerpo,
es ternura que abraza,
es el suspiro que me rompe
cuando su boca roza la mía
en ese beso que no tiene fin.

Usted, señora mía,
es mi musa y mi refugio,
la que me invita a pecar despacio,
a arder de manera infinita
y a quedarme, después,
en la paz de su abrazo.

LA MEJOR CONVERSACIÓN

La mejor conversación
son dos que se miran
y sonríen sin parar.

No hacen falta palabras,
ni discursos largos,
solo ojos que se encuentran
y bocas que confiesan
con una sonrisa
lo que el alma ya sabía.

Allí, en ese silencio feliz,
el mundo se calla,
y lo único que suena
es la risa compartida,
la complicidad que no necesita voz.

HAY ABRAZOS

Hay abrazos que no viajan con los brazos,
sino con las letras.
Son epistolares, íntimos, invisibles:
se enredan en cada palabra,
se esconden en los pliegues de un “te pienso”,
y llegan a la piel como si fueran caricia.

Un abrazo epistolar no pesa,
pero sostiene.
No se oye,
pero late.
No se toca,
pero queda.

Y así, entre líneas, descubro
que escribirte
es la manera más secreta y hermosa
de abrazarte.

FIEBRE DE TINTA

Tengo fiebre de tinta y de ti, y en cada trazo tu presencia me recorre como un fuego silencioso.
No estás aquí, y sin embargo te siento: en el temblor de mis manos, en la tinta que mancha mis dedos, en las palabras que se derraman como sudor sobre la página. Cada letra es un suspiro que no se atreve a pronunciar tu nombre, cada frase un cuerpo que se dobla entre el deseo y la ausencia.

La fiebre de ti no quema solo la piel, quema los recuerdos, quema la calma, quema el tiempo que nos separa. Es un incendio que nadie ve, pero que habita en cada línea que escribo, en cada pausa que me recuerda que estuviste y que todavía estás, aunque solo sea en tinta y en temblor.

No puedo tocarte, no puedo abrazarte, pero la tinta me acerca a ti. Cada palabra es un roce, cada párrafo un encuentro, cada página un latido compartido. La fiebre de ti se esconde en lo que no digo, en lo que dejo entrelíneas, en lo que la tinta recoge y guarda, eternamente.

Hueles a tinta, y yo me pierdo en tu olor, en tu forma de existir sin tocar, en la manera en que tu ausencia se hace tangible y hermosa. La fiebre de ti no se apaga, no cede, no olvida: habita en mí, habita en la tinta, habita donde solo nosotros sabemos que existe.

SI UN DÍA MI SILENCIO...

Si un día mi silencio se prolonga tanto que parezca eterno, no me busquen en la rutina, ni en las calles, ni en las voces que me conocieron.

Tal vez ya no estaré, tal vez mi nombre solo sobreviva en las huellas de tinta que dejé en cada verso.

No me lloren como a quien se apaga, recuérdenme como la muchacha que hizo de las palabras un incendio, que encontró en la poesía un hogar, un refugio, una forma de existir más allá del cuerpo.

Si mi ausencia se mide en años y no en días, sabrán que me he marchado hacia ese lugar del que nadie regresa.

Y aunque mi voz ya no se escuche, mis versos seguirán ardiendo en las páginas, respirando por mí, viviendo por mí.

Guárdenme en la memoria como la mujer que se desnudaba en metáforas, que se entregaba entera en cada palabra, que convirtió su dolor en llamas y su amor en eternidad.

Que cuando pronuncien mi nombre, la poesía responda en mi lugar.

Ese será mi modo de quedarme, incluso después de la despedida.

SE ESCRIBE PARA NO MORIR DE SOLEDAD.

Se escribe para no morir de soledad.

Se escribe para vomitar al papel lo que no se atreve con la vida.

Se escribe para creerse distinto a todo siendo la misma mierda.

Se escribe para que cuenten que eres bueno, sabiendo que en ti vive una mentira que juega con las letras.

Se escribe para detener un tiempo que no te habla ni le importas.

Se escribe porque es más barato que una noche en un bar.

Se escribe porque no tienes labios a los que besar.

Se escribe porque estar sentado es más sencillo que andar cuando los pasos no te llevan a ningún lugar.

Se escribe porque nadie te espera y porque lo que esperas,sabes que no llegará.

Por eso hay tantos que escribimos, porque el mundo es lugar cada vez más encabronado.

Así que brindemos todos por las noches solitarias de somníferos en forma de palabras. 

HOY ELIJO ABRAZAR EL PRESENTE

Hoy elijo Abrazar el Presente.

No porque todo esté en calma, ni porque la vida sea perfecta… sino porque sigo de pie. Porque, a pesar de los tropiezos, aún camino. Porque mis ojos todavía se asombran con los colores del día, porque mi alma no ha dejado de sentir.

Agradezco el aire que llena mis pulmones, los instantes que me enseñan sin palabras, las personas que cruzan mi camino con amor, las sonrisas que aparecen cuando menos las espero. Agradezco el silencio que me escucha, el tiempo que me permite sanar, y cada amanecer que me recuerda que aún hay oportunidad.

Sé que no tengo todas las respuestas. Que hay sueños que todavía duelen de tanto esperar, y metas que parecen lejanas. Pero también sé que estoy construyéndome. Que cada paso, por pequeño que sea, me acerca a lo que deseo ser.

No estoy donde pensé que estaría, pero he aprendido a honrar el lugar donde estoy. Porque estar aquí, hoy, ya es un logro. Ya es suficiente para agradecer.

Porque la gratitud no depende de tener mucho, sino de reconocer lo inmenso en lo cotidiano. El milagro de sentir, de intentar, de caer y volver a empezar con el corazón en alto.

Hoy agradezco. Porque, aunque el camino no sea perfecto, llevo dentro lo esencial: conciencia, fe y un alma que no se rinde. Y con eso, lo demás… llega.

EL VALOR DE SENTIR Y ESCRIBIR

Quien escribe y reconoce el valor de sentir de las emociones, los sentimientos, del arte de tocar el alma no se pierde fácilmente entre cualquier mano ni en todas las mentes. Porque cuando hay una conexión real, un vínculo auténtico, eso es lo que permanece. Y a veces, como lectores, nos sentimos tan cerca del escritor y el escritor del lector que la distancia desaparece, y todo se convierte en un puente de emociones compartidas.

Cuando un texto va cargado de verdad, de sensaciones, de pulsos íntimos, las palabras no solo se leen: se sienten. El lector se identifica tanto con lo que el escritor sintió al escribir, como con lo que él mismo experimenta al leer. Las mismas palabras pueden tener miles de efectos… y a veces, incluso consecuencias.

Digo esto porque hay miles, cientos, quizá millones de personas que escriben de forma fantástica, hermosa, sublime… desde todos los ángulos posibles. Pero entre tantas voces, siempre hay una que resuena más fuerte en nosotros, aquella que saca a relucir lo más profundo de nuestro sentir. Es como si nuestro cuerpo, alma, mente y ser se disolvieran en la tinta de otros dedos.

SMART FIT

Había en ese espacio de espejos y hierro una revelación que no esperaba encontrar. Entre el sonido rítmico de las pesas que caen y se alzan, entre el vapor que se escapa de los cuerpos en esfuerzo, descubrí que mi alma también sudaba, también se fortalecía. El gimnasio no era solo un lugar para esculpir músculos; era un templo donde mi mente aprendió a respirar de nuevo.

Cada repetición era una oración, cada serie un mantra que alejaba los demonios internos que por tanto tiempo habían habitado en los rincones oscuros de mis pensamientos. La endorfina se volvió mi nueva religión, y el cansancio físico, paradójicamente, me devolvió la energía que creía perdida para siempre. En el espejo no solo veía cambiar mi cuerpo; contemplaba cómo se transformaba mi relación conmigo mismo, cómo la disciplina del músculo educaba también la disciplina del espíritu.

Las mancuernas se convirtieron en mis confidentes silenciosos, testigos de mis batallas más íntimas. Cada gota de sudor que resbalaba por mi frente llevaba consigo una preocupación, un miedo, una ansiedad que se disolvía en el aire acondicionado de ese santuario moderno. Y mientras mi cuerpo se endurecía, mi alma se ablandaba, encontraba esa flexibilidad emocional que había perdido en los laberintos de la rutina y el estrés.

Ahora entiendo que no solo levanté pesas; levanté también el peso de mis propias limitaciones. No solo corrí en la caminadora; corrí hacia una versión de mí mismo que había olvidado que existía. El gimnasio me devolvió no solo la salud del cuerpo, sino esa otra salud, la invisible, la que se mide en sonrisas genuinas y noches de sueño reparador, en la capacidad renovada de enfrentar cada día como una nueva oportunidad de ser mejor.

COINCIDIR

Hay algo de milagroso en el encuentro fortuito, en esa geometría secreta que hace que dos almas se crucen en el momento exacto, como si el universo hubiera estado tramando ese instante desde el principio de los tiempos. Coincidir no es solo estar en el mismo lugar al mismo tiempo; es reconocerse en el otro, encontrar en su mirada el reflejo de nuestras propias búsquedas.

Pienso en las casualidades que no son casuales, en esos hilos invisibles que nos atan a ciertos encuentros. El café derramado que nos hace llegar tarde y tropezar con quien menos esperábamos, la canción que suena en la radio justo cuando pasamos por esa esquina donde alguien la tararea, el libro que se cae de la mesa en la biblioteca y que otra mano recoge al mismo tiempo que la nuestra se extiende.

Coincidir es también coincidir con uno mismo en momentos inesperados: esa frase que escribimos y que años después leemos como si la hubiera escrito un extraño, esa fotografía que nos devuelve a un yo que creíamos perdido, esa sensación de déjà vu que nos susurra que ya hemos caminado por estos pasillos del alma.

En el fondo, toda la vida es una serie de coincidencias que van tejiendo el tapiz de nuestra existencia. Coincidimos con el dolor y con la alegría, con la pérdida y con el encuentro, con las palabras justas en el momento preciso. Y tal vez, solo tal vez, el verdadero arte de vivir consista en estar atentos a esas coincidencias, en no dejar que pasen desapercibidas, en celebrar el misterioso orden del caos que nos permite coincidir, una y otra vez, con todo aquello que necesitamos encontrar.

COLIBRÍ, MI COMPAÑERA DE VIDA

En el jardín de mis días, donde florecen las horas como campanillas al viento, apareciste tú con tu vuelo imposible, con esas alas que son pura velocidad hecha música. Colibrí de mis mañanas, pequeña diosa del aire que se alimenta de néctares y de luz, que bebe del cáliz de las flores como quien bebe de la eternidad misma.

Eres la compañera que no pesa en mis hombros pero que llena todos mis espacios vacíos. Tu presencia es un milagro cotidiano, un temblor de colores iridiscentes que danza entre lo real y lo soñado. Vienes y vas, suspendes tu cuerpo diminuto en el aire con la maestría de quien conoce secretos que los humanos hemos olvidado, y en cada batir de tus alas escribes poemas que solo el corazón sabe leer.

Mi compañera de vuelos cortos pero intensos, de amores que no necesitan palabras, de silencios que hablan más que todos los discursos. En ti he aprendido que la belleza no necesita explicaciones, que la vida puede ser liviana sin ser superficial, que existe una manera de habitar el mundo sin dejarse atrapar por su peso.

Colibrí, pequeña maestra de la levedad, cuando te posas en la rama más frágil del rosal, me enseñas que la delicadeza es también una forma de fortaleza. En tu pico encuentra refugio toda la dulzura que el mundo todavía guarda, y en tu mirada, dos gotas de obsidiana pulida, veo reflejada la inmensidad de un universo que cabe en lo diminuto.

Así transcurren nuestros días juntos: tú suspendida en tu eterno presente de pétalos y rocío, yo anclado en mi tiempo humano pero liberado por tu ejemplo. Porque contigo he descubierto que el amor verdadero no aprisiona sino que enseña a volar, que la compañía más perfecta es aquella que respeta la naturaleza salvaje del otro, que permite que cada quien sea fiel a su propio cielo.

Colibrí, mi compañera de vida, cuando llegue la hora en que mis ojos ya no puedan seguir tu danza aérea, sabré que has dejado en mí algo de tu magia: la certeza de que existe una forma de amar que es puro movimiento, pura gracia, puro asombro renovado cada día como el amanecer sobre las flores del jardín donde nos conocimos.

CRECER CON UNA HIJA

Para Ximena.

Hay días en que la miro y no reconozco al hombre que fui antes de que ella llegara con sus ojos enormes y su manera de preguntar por qué el cielo no se cae. Me veo en el espejo y descubro que tengo las manos más suaves, que camino más despacio por los pasillos de casa, que he aprendido a susurrar canciones que no sabía que conocía.

Crecer con una hija es como aprender un idioma nuevo cada mañana. Ayer entendía su llanto de hambre, su risa cuando encontraba una mariposa en el jardín, luego aprendí a traducir sus silencios de adolescente. Es un diccionario que se escribe solo, página a página, con la tinta invisible de los días que pasan sin aviso.

Ella me enseña que la ternura no es debilidad sino arquitectura: construyo con ella torres de almohadas que desafían la gravedad, palacios de mantas donde gobierna la imaginación, puentes de palabras que conectan su mundo con el mío. Cada abrazo suyo es una lección de ingeniería emocional que no aprendí en ninguna escuela.

Los domingos por la tarde, cuando el sol se cuela por la ventana y la veo concentrada dibujando mundos imposibles, entiendo que yo también estoy creciendo. Que sus preguntas me obligaban a encontrar respuestas que no tenía, que su confianza ciega en mí me conviertió en el hombre que ella cree que soy. Es un crecimiento hacia adentro, una expansión del alma que duele y alegra al mismo tiempo.

Había noches en que la veía dormir y pensaba en el hombre que soy ahora cuando ella ya no necesita que le ate los zapatos, cuando sus secretos no son míos, cuando sus sueños la llevan lejos de esta casa donde ahora ya no reina su risa. Y entonces comprendo que crecer con una hija es también aprender a soltarla, a ser lo suficientemente fuerte para dejarla volar y lo suficientemente sabio para estar ahí cuando decida regresar.

Porque al final, crecer con una hija no es otra cosa que convertirse en el tipo de hombre que merece ser su padre, día tras día, error tras error, abrazo tras abrazo, hasta que un día ella tenga hijos propios y entienda, como yo entiendo ahora, que el amor más grande es aquel que se construye en las pequeñas cosas: en el desayuno compartido, en el cuento antes de dormir, en la paciencia infinita para responder siempre que pregunte por qué el cielo no se cae.

HABLEMOS DE AMOR

Hablemos de amor como quien habla del viento que mueve las cortinas al amanecer, con esa naturalidad que no busca explicaciones sino que simplemente acepta el misterio de lo que llega sin avisar. Hablemos del amor que nace en los intersticios del tiempo, entre el café que se enfría y la palabra que no se dice, en ese espacio donde las miradas se encuentran y reconocen algo que las palabras aún no han aprendido a nombrar.

Porque el amor, ese territorio sin mapas, no se deja domesticar por los discursos ni se rinde ante las definiciones. Es más bien como el agua que busca su cauce, moldeándose a los accidentes del terreno, persistente y suave a la vez. Hablemos de cómo se instala en los gestos pequeños: el modo en que alguien guarda silencio para escucharnos mejor, la manera en que sus manos encuentran las nuestras sin buscar, el ritual secreto de compartir el último bocado.

Y qué decir de esa extraña geometría del amor, que convierte las distancias en cercanías y hace que dos soledades se transformen en una compañía inesperada. Hablemos de cómo el amor nos enseña idiomas que no sabíamos que sabíamos: el lenguaje de los cuerpos que se reconocen, el dialecto de las ausencias que se vuelven presencia, esa gramática del deseo que no se aprende en los libros sino en la experiencia directa de ser tocados por otro ser.

Hablemos también del amor que duele, porque todo lo verdadero trae consigo su propia herida. Del amor que nos obliga a crecer más allá de nuestros límites conocidos, que nos pone frente al espejo despiadado de nuestras contradicciones. Del amor que nos enseña que amar no es poseer sino liberar, no es completar sino acompañar el vuelo del otro, aunque ese vuelo a veces nos lleve por caminos que no habíamos imaginado.

Porque al final, hablemos de amor como de lo único que verdaderamente importa: esa fuerza misteriosa que nos conecta con lo más profundo de nosotros mismos y con la vastedad del mundo, que nos recuerda que estamos aquí no solo para sobrevivir sino para florecer en la compañía de otros corazones que, como el nuestro, también buscan un lugar donde ser simplemente lo que son, sin máscaras ni disculpas, en la honestidad radical de quien se atreve a amar y ser amado.

TUS BESOS

Tus besos son la música que no se escribe, la partitura invisible que mis labios aprenden de memoria cada madrugada. Son el eco de todas las palabras que nunca dijimos, suspendidas en el aire como polen dorado, esperando ser respiradas. En la geografía secreta de tu boca descubro países que no aparecen en ningún mapa, ciudades construidas con la arquitectura del deseo, calles pavimentadas con promesas y plazas donde se reúnen todos mis silencios.

Cada beso tuyo es una pequeña muerte y una resurrección simultánea. Me disuelvo en la sal de tu saliva, me reconstruyo en la humedad de tu aliento. Tus labios son la frontera más hermosa que he cruzado sin pasaporte, el territorio donde pierdo mi nombre y encuentro mi verdadera identidad. Allí, en ese espacio mínimo donde se tocan nuestras bocas, se escribe la historia más antigua del mundo: la del encuentro imposible entre dos soledades que se reconocen.

Guardo tus besos en frascos de cristal, como conservas de verano, para los días de invierno cuando tu ausencia se vuelve geografía árida. Los despliego como mapas del tesoro en las noches de insomnio, siguiendo con el dedo las rutas que trazan en mi memoria. Porque tus besos no son solo contacto: son continente, son brújula, son la única oración que conozco en el idioma del cuerpo enamorado.

DEDOS ENTRELAZADOS

Hay una cartografía secreta en el encuentro de nuestras palmas. Un mapa que se dibuja cada vez que tus dedos buscan los míos en la penumbra de la tarde, cuando el asfalto se vuelve río y nosotros, náufragos voluntarios de esta ciudad que nos devora los pasos. Caminar contigo es inventar un país donde las aceras son senderos de montaña y cada semáforo, una pausa para contemplar el paisaje de tu perfil recortado contra las vitrinas iluminadas.

Nuestros pasos se sincronizan como relojes cómplices. Tú llevas el compás de la lluvia en los zapatos, yo cargo el eco de todas las calles que hemos recorrido juntos. Hay algo de ritual primitivo en esta danza urbana, algo que nos conecta con los primeros humanos que descubrieron que caminar de la mano era una forma de domesticar el miedo, de hacer habitable la inmensidad del mundo.

Entre tu mano y la mía se construye un puente invisible. Un arco de carne tibia que desafía la geometría de la soledad. Cuando aprietas mis dedos, siento que el tiempo se detiene en esa presión exacta, en esa pequeña urgencia que dice: aquí estamos, ahora, resistiendo juntos la gravedad de lo que se desvanece. El mundo puede derrumbarse a nuestro alrededor, pero en el círculo perfecto que forman nuestros brazos unidos hay una patria portátil, un territorio que llevamos a donde vamos.

Los transeúntes nos miran como si fuéramos arqueólogos del amor, excavando ternura en medio del cemento. Y quizás tengan razón. Quizás caminar tomados de la mano sea la única arqueología posible en estos tiempos de prisa, la única manera de desenterrar la belleza que yace sepultada bajo las capas de rutina y desencanto.

ME GUSTA CUANDO ME MIRAS

Me gusta cuando me miras porque en tu mirada encuentro el espejo donde mi alma se reconoce, donde los secretos que ni yo mismo conozco emergen como peces dorados en un estanque profundo. Tu mirada es un país extranjero al que siempre quiero viajar, una geografía de pupilas dilatadas donde me pierdo voluntariamente como quien se abandona al vértigo de la altura.

Cuando me miras, el tiempo se convierte en miel espesa que gotea lentamente sobre nuestros cuerpos inmóviles, y yo me transformo en el protagonista de una historia que no recuerdo haber comenzado a escribir. Tus ojos son faros que guían mis naufragios cotidianos hacia costas seguras, hacia ese territorio íntimo donde las palabras sobran porque todo se dice con el silencio que habita entre tus pestañas.

Me gusta cuando me miras porque entonces soy más yo que nunca, como si tu mirada fuera un hechizo que me devolviera a mi esencia más pura. En la transparencia de tus iris descubro que soy más frágil y más fuerte de lo que pensaba, que llevo conmigo paisajes enteros esperando ser descubiertos por alguien que sepa mirar de verdad, que sepa leer en el lenguaje secreto de los gestos involuntarios.

Tu mirada es una caricia que no necesita manos, una conversación que prescinde de la voz, un abrazo que se da a la distancia perfecta. Cuando me miras, entiendo que el amor es esto: ser visto completamente por alguien y no sentir la necesidad de esconderse, ser transparente como el agua y profundo como la noche al mismo tiempo.

MUCHO AMOR

Hay territorios del alma que solo conocen la distancia como forma de proximidad. Territorios donde el amor crece en la ausencia como los hongos en la oscuridad, alimentándose de lo que no está, de lo que se presiente pero no se toca. Poco nos vemos, es cierto, pero cada encuentro es una pequeña resurrección, un milagro que desafía las leyes de la física emocional.

Entre tú y yo se extiende un país hecho de calendarios tachados, de relojes que marcan horas diferentes, de teléfonos que suenan en el vacío de las madrugadas. Un país donde las palabras viajan por cables submarinos y se transforman en suspiros, donde los besos se envían por correo certificado y llegan siempre con retraso. Pero qué importa el tiempo cuando el corazón tiene su propia geografía, sus propias estaciones, su propia forma de medir las distancias.

Mucho nos amamos porque hemos aprendido a amar con la imaginación, a construir puentes con hilos de luz, a hacer presente lo ausente. El amor, cuando es verdadero, no necesita testigos ni horarios. Se alimenta de sí mismo como una llama que arde sin combustible visible. Poco nos vemos, sí, pero en cada mirada condensamos siglos de ternura, en cada abrazo recuperamos todo el tiempo perdido.

Hay una sabiduría antigua en este amor nuestro, una sabiduría que conocen los marineros y las plantas del desierto: la de saber esperar, la de saber que la intensidad no se mide por la frecuencia sino por la profundidad. Poco nos vemos y mucho nos amamos porque hemos descubierto que el amor verdadero no habita en la superficie de los días sino en las profundidades del alma, donde el tiempo se vuelve espeso como la miel y cada instante vale por una eternidad.

LOS NIETOS

Para Bruno, Dante y Elías.

Llegan como ráfagas de viento fresco al patio donde el tiempo se había vuelto quieto, donde las horas pasaban lentas como el gotear del rocío al amanecer. Sus voces agudas rompen el silencio de la casa, llenan los rincones que se habían acostumbrado al murmullo bajo de las conversaciones de los abuelos, al roce suave de los pies descalzo sobre el piso de madera.

Los nietos traen en sus ojos la curiosidad del mundo nuevo, esa luz inquieta que pregunta por todo: por qué los aviones vuelan, por qué no podemos respirar bajo el agua, por qué el abuelo parece niño con nosotros y la abuela siempre está vigilante de nuestro bienestar. Sus manos pequeñas tocan todo, descubren tesoros olvidados en los cajones: fotografías amarillentas, monedas viejas, cartas escritas con tinta que ya nadie sabe leer.

En las mañanas corren descalzos por la casa, persiguiéndose entre los muebles, se esconden tras las resbaladillas o los columpios mientras que el sol les pinta la piel de dorado. Sus risas brotan espontáneas como el agua de los manantiales después de las lluvias de agosto, limpias y cristalinas, sin el peso de las preocupaciones que cargan los adultos en los hombros.

Los abuelos los miran con esa ternura honda que solo dan los años, con esa paciencia infinita de quien ha aprendido que la vida es un río que fluye y que cada generación es una nueva corriente que se suma al caudal. Les cuentan historias donde los animales hablan y los santos bajan del cielo a caminar por los senderos polvorientos, les cantan las viejas canciones de Cri-Cri con la que ellos, los abuelos, crecieron.

Cuando llega la hora de partir, cuando los padres los llaman para regresar a la ciudad de cemento y prisa, los nietos se aferran a las ropas de los abuelos, prometen volver pronto, llevan en sus bolsillos dulces, chocolates y un cúmulo de ilusiones. En sus corazones pequeños queda sembrada la nostalgia de este lugar donde el tiempo tiene otro ritmo, donde las noches son largas y están llenas de juegos, donde temprano a la mañana siguiente marcan las horas mejor que cualquier reloj.

Los nietos son la promesa de que la memoria no morirá, de que alguien recordará el sabor de chocolate preparado por la abuela despues de mojarse por la lluvia, el intenso olor del café que el abuelo bebé gustoso, las ardillas recorriendo los árboles y escondiéndose en cuanto son descubiertas por sus ojos curiosos. Ellos son el puente entre lo que fue y lo que será, los portadores de esa herencia invisible que se transmite en abrazos, en cuentos contados al calor del amor, en canciones tarareadas mientras los juegos fluyen.

Aunque crezcan lejos, aunque sus vidas los lleven por caminos de asfalto y luces de neón, siempre llevarán en algún rincón del alma el recuerdo de ese pequeño lugar en donde aprendieron que la felicidad puede ser tan simple como correr en el parque al atardecer o dormirse arrullados por los brazos de sus abuelos.

MIRADA DE MUJER

Hay en los ojos de mujer un territorio inexplorado donde habitan las palabras que nunca se pronuncian. Es ahí, en esa geografía íntima del silencio, donde se esconden las verdades más profundas, aquellas que no necesitan voz para hacerse sentir. Una mirada de mujer es un libro abierto escrito en un idioma ancestral que solo el corazón sabe descifrar.

Cuando ella mira, el mundo se detiene. No es casualidad ni capricho del destino; es ley natural, como la gravedad o el curso de los ríos hacia el mar. En sus pupilas se refleja la historia completa del universo: desde la primera estrella que decidió brillar hasta la última lágrima que rodará por una mejilla en el final de los tiempos. Esa mirada lleva consigo el peso de todas las mujeres que la precedieron, la sabiduría silenciosa de las madres, la rebeldía de las hijas, la ternura de las amantes.

Es en la mirada donde una mujer dice "te amo" sin mover los labios, donde declara la guerra sin levantar la voz, donde perdona sin pronunciar palabra alguna. Ahí se esconde su fortaleza más pura y su vulnerabilidad más honesta. Porque mirar, para una mujer, no es solo ver: es entregar un pedazo del alma, es abrir la puerta del santuario más íntimo, es confiar en que quien recibe esa mirada sabrá cuidar el tesoro que se le está ofreciendo.

En los ojos de mujer habita la luna llena y también la luna nueva, la tormenta y la calma, la pregunta y la respuesta. Por eso, cuando una mujer te mira verdaderamente, no solo te está viendo: te está leyendo, te está conociendo, te está guardando en la biblioteca secreta de su memoria para siempre. Porque una mirada de mujer es, al final, un acto de amor supremo: la decisión consciente de hacer visible lo invisible, de convertir el silencio en canción, de transformar un instante en eternidad.

TU LLEGADA

Como la lluvia que desciende sobre la tierra seca sin consultar al calendario, así llegas tú a transformar el paisaje gris de mis días ordinarios. No hay horario que pueda contener tu presencia, ni agenda que logre programar el milagro de tu sonrisa inesperada. Eres el viento que se cuela por la ventana entreabierta del alma, llevándose consigo el polvo del desaliento y dejando a su paso el aroma fresco de la esperanza renovada.

En el momento menos pensado, cuando el corazón se ha acostumbrado al ritmo monótono de la rutina, apareces como esa melodía que creíamos olvidada y que de pronto vuelve a sonar en el viejo radio del pecho. Tu risa es el primer rayo de sol que se asoma entre las nubes después de la tormenta, y tus palabras, pequeños milagros cotidianos que convierten el agua común en vino de celebración.

No necesitas tocar el timbre ni anunciarte con fanfarrias. Tu sola presencia es suficiente para que las flores del jardín interior se incorporen hacia la luz, para que los pájaros enjaulados del espíritu recuperen el canto. Llegas como llegan las cosas verdaderas: sin ruido, sin prisa, pero con la certeza absoluta de quien sabe que su lugar está aquí, en este corazón que te esperaba sin saberlo.

Y es que la alegría auténtica nunca avisa. Se presenta de improviso, como tú, para recordarnos que la vida es mucho más generosa de lo que creemos, que siempre hay una puerta abierta hacia la felicidad cuando menos lo esperamos. Gracias por llegar así, sin avisar, para alegrar mi vida con tu presencia imprevista y necesaria.

A VECES ESCRIBO...

Las palabras llegan como lluvia mansa sobre el papel que espera, sediento de tinta y de verdades a medias. Escribo porque el silencio pesa más que todas las piedras del mundo juntas, porque hay días en que las lágrimas se quedan atascadas en la garganta como pájaros heridos que no saben volar hacia afuera. La página se convierte entonces en refugio, en ese lugar secreto donde puedo ser cobarde sin que nadie me juzgue, donde puedo confesarle al vacío todo lo que no me atrevo a decir en voz alta.

Otras veces la escritura es ancla. Escribo los nombres de quienes se fueron para que no se desvanezcan en el aire como humo de cigarrillo apagado. Escribo las tardes de domingo en casa de la abuela, el olor a café recién hecho mezclado con el aroma de las flores del jardín, las risas que resonaban en los corredores como campanas pequeñas. Escribo para que el tiempo no se lleve también estas cosas, para construir un museo personal donde cada palabra es una vitrina que protege los recuerdos del óxido del olvido.

La pluma se vuelve confesionario y archivo al mismo tiempo. Es la única herramienta que tengo para domesticar el dolor y hacer que la nostalgia no me devore completa. Porque hay tristezas que solo se curan escribiéndolas, hay memorias que solo sobreviven si las alimentamos con palabras. Y aquí estoy, entre la tinta y el papel, construyendo puentes entre lo que fue y lo que soy, entre lo que duele y lo que sana, escribiendo para no ahogarme en mis propias lágrimas, escribiendo para que nada importante se pierda en el camino.

SEGUIMOS ELIGIÉNDONOS

Hay algo de milagroso en el acto diario de despertarse y volver a elegir. No hablo del gran amor de las películas, ese que se declara una vez y perdura inmutable como estatua de mármol. Hablo del amor que se renueva en los pequeños gestos: en el café que se prepara para dos aunque uno ya no tome cafeína, en la mano que se extiende para ayudar a bajar del auto después de tantos años, en la paciencia que se tiene con las nuevas arrugas que aparecen como mapas de todo lo vivido.

Nos elegimos cuando ya conocemos los defectos del otro como quien conoce los recovecos de su propia casa. Cuando sabemos que él deja los calcetines tirados y que ella tararea esa canción que nos molesta. Nos elegimos a pesar de todo eso, o tal vez precisamente por eso, porque en esas pequeñas imperfecciones reconocemos algo profundamente humano, algo que nos dice que esta persona que tenemos enfrente es real, tangible, nuestra.

El tiempo pasa y nosotros cambiamos. Yo ya no soy el mismo que se enamoró hace ya varios años, ni tú eres la misma que me robó el primer beso bajo aquel árbol de jacarandas. Somos versiones nuevas de nosotros mismos, actualizadas por la experiencia, pulidas por las pérdidas, enriquecidas por las alegrías compartidas. Y sin embargo, cada mañana nos miramos y decidimos: sí, contigo otra vez. Contigo este nuevo día, contigo esta nueva versión de nosotros.

Hay algo revolucionario en esa elección constante. En un mundo que nos enseña a ser consumidores de experiencias, a cambiar cuando algo se vuelve familiar, a buscar siempre lo nuevo, lo excitante, nosotros elegimos la profundidad sobre la novedad. Elegimos conocer de verdad antes que conocer muchos. Elegimos el jardín que cultivamos juntos sobre los campos floridos que divisamos a lo lejos.

Y así, año tras año, nos vamos convirtiendo en una historia que escribimos a cuatro manos. Una historia hecha de decisiones pequeñas y cotidianas, de veces que pudimos irnos y nos quedamos, de veces que pudimos callarnos y hablamos, de veces que pudimos rendirnos y elegimos seguir intentando. Una historia que no termina nunca porque cada día le agregamos una página nueva, una página que dice: hoy también te elijo, hoy también eleges tú, hoy también somos nosotros.

RISAS Y AMOR

Y entonces reímos, ¿sabes?, como si la ciudad entera se hubiera puesto de acuerdo para desarmarse en un estallido de vidrios rotos y campanas borrachas. 

Reímos porque el amor es un bicho raro, un insecto de alas torcidas que se posa en la punta de la nariz y nos hace cosquillas hasta que los ojos se nos llenan de agua. 

Nos amamos, sí, pero no de esa manera solemne de los poetas de vitrina, no con versos que pesan como mármol. Nos amamos en el tropiezo, en el café derramado sobre la mesa, en el roce torpe de los dedos buscando un botón que no existe.

Reímos porque el amor es un malentendido feliz, una partida de dados donde siempre sale un número que no entendemos. Tú me miras y yo te miro, y en ese cruce de pupilas hay un complot, una conspiración de instantes que se niegan a ser serios. 

¿Quién dijo que amar es grave, que es un asunto de contratos y juramentos? Nosotros nos amamos en la acera rota, en el semáforo que parpadea como guiñándonos un secreto. 

Reímos porque el amor es una broma que nos contamos al oído, un chiste que nadie más entiende, y que nos deja doblados, con las manos en el estómago, buscando aire.

Y cuando la noche se cuela por la ventana, nos amamos en el desorden de las sábanas, en el murmullo de las palabras que no llegan a ser palabras, porque el amor no necesita gramática. 

Reímos, amor, reímos como si el mundo fuera un juguete que se desarma y se arma de nuevo con cada abrazo. Nos amamos en el eco de esa risa, en el espacio donde los relojes se cansan de contar y el tiempo se sienta a mirarnos, cómplice, mientras inventamos nuestro propio alfabeto. 

ANHELO

Aún anhelo ser viento para rescatar ese suspiro perdido entre la nostalgia de las ramas, que fue testigo del temblor. Quisiera atrapar tu rubor errante, la tibia fiebre de tu piel, y ese perfume casto, para arrebatarte los besos que dejaste pegados al cuello del árbol. De una flor que se marchó contigo, de buscarte en los fragmentos de aire donde tus caricias quedaron prendidas al follaje. Recoger la brasa temblorosa de tu rostro, tus ojos dilatados de ausencia, y guardar en mi aliento la llama que no se apagó contigo.