Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

SMART FIT

Había en ese espacio de espejos y hierro una revelación que no esperaba encontrar. Entre el sonido rítmico de las pesas que caen y se alzan, entre el vapor que se escapa de los cuerpos en esfuerzo, descubrí que mi alma también sudaba, también se fortalecía. El gimnasio no era solo un lugar para esculpir músculos; era un templo donde mi mente aprendió a respirar de nuevo.

Cada repetición era una oración, cada serie un mantra que alejaba los demonios internos que por tanto tiempo habían habitado en los rincones oscuros de mis pensamientos. La endorfina se volvió mi nueva religión, y el cansancio físico, paradójicamente, me devolvió la energía que creía perdida para siempre. En el espejo no solo veía cambiar mi cuerpo; contemplaba cómo se transformaba mi relación conmigo mismo, cómo la disciplina del músculo educaba también la disciplina del espíritu.

Las mancuernas se convirtieron en mis confidentes silenciosos, testigos de mis batallas más íntimas. Cada gota de sudor que resbalaba por mi frente llevaba consigo una preocupación, un miedo, una ansiedad que se disolvía en el aire acondicionado de ese santuario moderno. Y mientras mi cuerpo se endurecía, mi alma se ablandaba, encontraba esa flexibilidad emocional que había perdido en los laberintos de la rutina y el estrés.

Ahora entiendo que no solo levanté pesas; levanté también el peso de mis propias limitaciones. No solo corrí en la caminadora; corrí hacia una versión de mí mismo que había olvidado que existía. El gimnasio me devolvió no solo la salud del cuerpo, sino esa otra salud, la invisible, la que se mide en sonrisas genuinas y noches de sueño reparador, en la capacidad renovada de enfrentar cada día como una nueva oportunidad de ser mejor.

COINCIDIR

Hay algo de milagroso en el encuentro fortuito, en esa geometría secreta que hace que dos almas se crucen en el momento exacto, como si el universo hubiera estado tramando ese instante desde el principio de los tiempos. Coincidir no es solo estar en el mismo lugar al mismo tiempo; es reconocerse en el otro, encontrar en su mirada el reflejo de nuestras propias búsquedas.

Pienso en las casualidades que no son casuales, en esos hilos invisibles que nos atan a ciertos encuentros. El café derramado que nos hace llegar tarde y tropezar con quien menos esperábamos, la canción que suena en la radio justo cuando pasamos por esa esquina donde alguien la tararea, el libro que se cae de la mesa en la biblioteca y que otra mano recoge al mismo tiempo que la nuestra se extiende.

Coincidir es también coincidir con uno mismo en momentos inesperados: esa frase que escribimos y que años después leemos como si la hubiera escrito un extraño, esa fotografía que nos devuelve a un yo que creíamos perdido, esa sensación de déjà vu que nos susurra que ya hemos caminado por estos pasillos del alma.

En el fondo, toda la vida es una serie de coincidencias que van tejiendo el tapiz de nuestra existencia. Coincidimos con el dolor y con la alegría, con la pérdida y con el encuentro, con las palabras justas en el momento preciso. Y tal vez, solo tal vez, el verdadero arte de vivir consista en estar atentos a esas coincidencias, en no dejar que pasen desapercibidas, en celebrar el misterioso orden del caos que nos permite coincidir, una y otra vez, con todo aquello que necesitamos encontrar.

COLIBRÍ, MI COMPAÑERA DE VIDA

En el jardín de mis días, donde florecen las horas como campanillas al viento, apareciste tú con tu vuelo imposible, con esas alas que son pura velocidad hecha música. Colibrí de mis mañanas, pequeña diosa del aire que se alimenta de néctares y de luz, que bebe del cáliz de las flores como quien bebe de la eternidad misma.

Eres la compañera que no pesa en mis hombros pero que llena todos mis espacios vacíos. Tu presencia es un milagro cotidiano, un temblor de colores iridiscentes que danza entre lo real y lo soñado. Vienes y vas, suspendes tu cuerpo diminuto en el aire con la maestría de quien conoce secretos que los humanos hemos olvidado, y en cada batir de tus alas escribes poemas que solo el corazón sabe leer.

Mi compañera de vuelos cortos pero intensos, de amores que no necesitan palabras, de silencios que hablan más que todos los discursos. En ti he aprendido que la belleza no necesita explicaciones, que la vida puede ser liviana sin ser superficial, que existe una manera de habitar el mundo sin dejarse atrapar por su peso.

Colibrí, pequeña maestra de la levedad, cuando te posas en la rama más frágil del rosal, me enseñas que la delicadeza es también una forma de fortaleza. En tu pico encuentra refugio toda la dulzura que el mundo todavía guarda, y en tu mirada, dos gotas de obsidiana pulida, veo reflejada la inmensidad de un universo que cabe en lo diminuto.

Así transcurren nuestros días juntos: tú suspendida en tu eterno presente de pétalos y rocío, yo anclado en mi tiempo humano pero liberado por tu ejemplo. Porque contigo he descubierto que el amor verdadero no aprisiona sino que enseña a volar, que la compañía más perfecta es aquella que respeta la naturaleza salvaje del otro, que permite que cada quien sea fiel a su propio cielo.

Colibrí, mi compañera de vida, cuando llegue la hora en que mis ojos ya no puedan seguir tu danza aérea, sabré que has dejado en mí algo de tu magia: la certeza de que existe una forma de amar que es puro movimiento, pura gracia, puro asombro renovado cada día como el amanecer sobre las flores del jardín donde nos conocimos.

CRECER CON UNA HIJA

Para Ximena.

Hay días en que la miro y no reconozco al hombre que fui antes de que ella llegara con sus ojos enormes y su manera de preguntar por qué el cielo no se cae. Me veo en el espejo y descubro que tengo las manos más suaves, que camino más despacio por los pasillos de casa, que he aprendido a susurrar canciones que no sabía que conocía.

Crecer con una hija es como aprender un idioma nuevo cada mañana. Ayer entendía su llanto de hambre, su risa cuando encontraba una mariposa en el jardín, luego aprendí a traducir sus silencios de adolescente. Es un diccionario que se escribe solo, página a página, con la tinta invisible de los días que pasan sin aviso.

Ella me enseña que la ternura no es debilidad sino arquitectura: construyo con ella torres de almohadas que desafían la gravedad, palacios de mantas donde gobierna la imaginación, puentes de palabras que conectan su mundo con el mío. Cada abrazo suyo es una lección de ingeniería emocional que no aprendí en ninguna escuela.

Los domingos por la tarde, cuando el sol se cuela por la ventana y la veo concentrada dibujando mundos imposibles, entiendo que yo también estoy creciendo. Que sus preguntas me obligaban a encontrar respuestas que no tenía, que su confianza ciega en mí me conviertió en el hombre que ella cree que soy. Es un crecimiento hacia adentro, una expansión del alma que duele y alegra al mismo tiempo.

Había noches en que la veía dormir y pensaba en el hombre que soy ahora cuando ella ya no necesita que le ate los zapatos, cuando sus secretos no son míos, cuando sus sueños la llevan lejos de esta casa donde ahora ya no reina su risa. Y entonces comprendo que crecer con una hija es también aprender a soltarla, a ser lo suficientemente fuerte para dejarla volar y lo suficientemente sabio para estar ahí cuando decida regresar.

Porque al final, crecer con una hija no es otra cosa que convertirse en el tipo de hombre que merece ser su padre, día tras día, error tras error, abrazo tras abrazo, hasta que un día ella tenga hijos propios y entienda, como yo entiendo ahora, que el amor más grande es aquel que se construye en las pequeñas cosas: en el desayuno compartido, en el cuento antes de dormir, en la paciencia infinita para responder siempre que pregunte por qué el cielo no se cae.

HABLEMOS DE AMOR

Hablemos de amor como quien habla del viento que mueve las cortinas al amanecer, con esa naturalidad que no busca explicaciones sino que simplemente acepta el misterio de lo que llega sin avisar. Hablemos del amor que nace en los intersticios del tiempo, entre el café que se enfría y la palabra que no se dice, en ese espacio donde las miradas se encuentran y reconocen algo que las palabras aún no han aprendido a nombrar.

Porque el amor, ese territorio sin mapas, no se deja domesticar por los discursos ni se rinde ante las definiciones. Es más bien como el agua que busca su cauce, moldeándose a los accidentes del terreno, persistente y suave a la vez. Hablemos de cómo se instala en los gestos pequeños: el modo en que alguien guarda silencio para escucharnos mejor, la manera en que sus manos encuentran las nuestras sin buscar, el ritual secreto de compartir el último bocado.

Y qué decir de esa extraña geometría del amor, que convierte las distancias en cercanías y hace que dos soledades se transformen en una compañía inesperada. Hablemos de cómo el amor nos enseña idiomas que no sabíamos que sabíamos: el lenguaje de los cuerpos que se reconocen, el dialecto de las ausencias que se vuelven presencia, esa gramática del deseo que no se aprende en los libros sino en la experiencia directa de ser tocados por otro ser.

Hablemos también del amor que duele, porque todo lo verdadero trae consigo su propia herida. Del amor que nos obliga a crecer más allá de nuestros límites conocidos, que nos pone frente al espejo despiadado de nuestras contradicciones. Del amor que nos enseña que amar no es poseer sino liberar, no es completar sino acompañar el vuelo del otro, aunque ese vuelo a veces nos lleve por caminos que no habíamos imaginado.

Porque al final, hablemos de amor como de lo único que verdaderamente importa: esa fuerza misteriosa que nos conecta con lo más profundo de nosotros mismos y con la vastedad del mundo, que nos recuerda que estamos aquí no solo para sobrevivir sino para florecer en la compañía de otros corazones que, como el nuestro, también buscan un lugar donde ser simplemente lo que son, sin máscaras ni disculpas, en la honestidad radical de quien se atreve a amar y ser amado.

TUS BESOS

Tus besos son la música que no se escribe, la partitura invisible que mis labios aprenden de memoria cada madrugada. Son el eco de todas las palabras que nunca dijimos, suspendidas en el aire como polen dorado, esperando ser respiradas. En la geografía secreta de tu boca descubro países que no aparecen en ningún mapa, ciudades construidas con la arquitectura del deseo, calles pavimentadas con promesas y plazas donde se reúnen todos mis silencios.

Cada beso tuyo es una pequeña muerte y una resurrección simultánea. Me disuelvo en la sal de tu saliva, me reconstruyo en la humedad de tu aliento. Tus labios son la frontera más hermosa que he cruzado sin pasaporte, el territorio donde pierdo mi nombre y encuentro mi verdadera identidad. Allí, en ese espacio mínimo donde se tocan nuestras bocas, se escribe la historia más antigua del mundo: la del encuentro imposible entre dos soledades que se reconocen.

Guardo tus besos en frascos de cristal, como conservas de verano, para los días de invierno cuando tu ausencia se vuelve geografía árida. Los despliego como mapas del tesoro en las noches de insomnio, siguiendo con el dedo las rutas que trazan en mi memoria. Porque tus besos no son solo contacto: son continente, son brújula, son la única oración que conozco en el idioma del cuerpo enamorado.

DEDOS ENTRELAZADOS

Hay una cartografía secreta en el encuentro de nuestras palmas. Un mapa que se dibuja cada vez que tus dedos buscan los míos en la penumbra de la tarde, cuando el asfalto se vuelve río y nosotros, náufragos voluntarios de esta ciudad que nos devora los pasos. Caminar contigo es inventar un país donde las aceras son senderos de montaña y cada semáforo, una pausa para contemplar el paisaje de tu perfil recortado contra las vitrinas iluminadas.

Nuestros pasos se sincronizan como relojes cómplices. Tú llevas el compás de la lluvia en los zapatos, yo cargo el eco de todas las calles que hemos recorrido juntos. Hay algo de ritual primitivo en esta danza urbana, algo que nos conecta con los primeros humanos que descubrieron que caminar de la mano era una forma de domesticar el miedo, de hacer habitable la inmensidad del mundo.

Entre tu mano y la mía se construye un puente invisible. Un arco de carne tibia que desafía la geometría de la soledad. Cuando aprietas mis dedos, siento que el tiempo se detiene en esa presión exacta, en esa pequeña urgencia que dice: aquí estamos, ahora, resistiendo juntos la gravedad de lo que se desvanece. El mundo puede derrumbarse a nuestro alrededor, pero en el círculo perfecto que forman nuestros brazos unidos hay una patria portátil, un territorio que llevamos a donde vamos.

Los transeúntes nos miran como si fuéramos arqueólogos del amor, excavando ternura en medio del cemento. Y quizás tengan razón. Quizás caminar tomados de la mano sea la única arqueología posible en estos tiempos de prisa, la única manera de desenterrar la belleza que yace sepultada bajo las capas de rutina y desencanto.

ME GUSTA CUANDO ME MIRAS

Me gusta cuando me miras porque en tu mirada encuentro el espejo donde mi alma se reconoce, donde los secretos que ni yo mismo conozco emergen como peces dorados en un estanque profundo. Tu mirada es un país extranjero al que siempre quiero viajar, una geografía de pupilas dilatadas donde me pierdo voluntariamente como quien se abandona al vértigo de la altura.

Cuando me miras, el tiempo se convierte en miel espesa que gotea lentamente sobre nuestros cuerpos inmóviles, y yo me transformo en el protagonista de una historia que no recuerdo haber comenzado a escribir. Tus ojos son faros que guían mis naufragios cotidianos hacia costas seguras, hacia ese territorio íntimo donde las palabras sobran porque todo se dice con el silencio que habita entre tus pestañas.

Me gusta cuando me miras porque entonces soy más yo que nunca, como si tu mirada fuera un hechizo que me devolviera a mi esencia más pura. En la transparencia de tus iris descubro que soy más frágil y más fuerte de lo que pensaba, que llevo conmigo paisajes enteros esperando ser descubiertos por alguien que sepa mirar de verdad, que sepa leer en el lenguaje secreto de los gestos involuntarios.

Tu mirada es una caricia que no necesita manos, una conversación que prescinde de la voz, un abrazo que se da a la distancia perfecta. Cuando me miras, entiendo que el amor es esto: ser visto completamente por alguien y no sentir la necesidad de esconderse, ser transparente como el agua y profundo como la noche al mismo tiempo.

MUCHO AMOR

Hay territorios del alma que solo conocen la distancia como forma de proximidad. Territorios donde el amor crece en la ausencia como los hongos en la oscuridad, alimentándose de lo que no está, de lo que se presiente pero no se toca. Poco nos vemos, es cierto, pero cada encuentro es una pequeña resurrección, un milagro que desafía las leyes de la física emocional.

Entre tú y yo se extiende un país hecho de calendarios tachados, de relojes que marcan horas diferentes, de teléfonos que suenan en el vacío de las madrugadas. Un país donde las palabras viajan por cables submarinos y se transforman en suspiros, donde los besos se envían por correo certificado y llegan siempre con retraso. Pero qué importa el tiempo cuando el corazón tiene su propia geografía, sus propias estaciones, su propia forma de medir las distancias.

Mucho nos amamos porque hemos aprendido a amar con la imaginación, a construir puentes con hilos de luz, a hacer presente lo ausente. El amor, cuando es verdadero, no necesita testigos ni horarios. Se alimenta de sí mismo como una llama que arde sin combustible visible. Poco nos vemos, sí, pero en cada mirada condensamos siglos de ternura, en cada abrazo recuperamos todo el tiempo perdido.

Hay una sabiduría antigua en este amor nuestro, una sabiduría que conocen los marineros y las plantas del desierto: la de saber esperar, la de saber que la intensidad no se mide por la frecuencia sino por la profundidad. Poco nos vemos y mucho nos amamos porque hemos descubierto que el amor verdadero no habita en la superficie de los días sino en las profundidades del alma, donde el tiempo se vuelve espeso como la miel y cada instante vale por una eternidad.

LOS NIETOS

Para Bruno, Dante y Elías.

Llegan como ráfagas de viento fresco al patio donde el tiempo se había vuelto quieto, donde las horas pasaban lentas como el gotear del rocío al amanecer. Sus voces agudas rompen el silencio de la casa, llenan los rincones que se habían acostumbrado al murmullo bajo de las conversaciones de los abuelos, al roce suave de los pies descalzo sobre el piso de madera.

Los nietos traen en sus ojos la curiosidad del mundo nuevo, esa luz inquieta que pregunta por todo: por qué los aviones vuelan, por qué no podemos respirar bajo el agua, por qué el abuelo parece niño con nosotros y la abuela siempre está vigilante de nuestro bienestar. Sus manos pequeñas tocan todo, descubren tesoros olvidados en los cajones: fotografías amarillentas, monedas viejas, cartas escritas con tinta que ya nadie sabe leer.

En las mañanas corren descalzos por la casa, persiguiéndose entre los muebles, se esconden tras las resbaladillas o los columpios mientras que el sol les pinta la piel de dorado. Sus risas brotan espontáneas como el agua de los manantiales después de las lluvias de agosto, limpias y cristalinas, sin el peso de las preocupaciones que cargan los adultos en los hombros.

Los abuelos los miran con esa ternura honda que solo dan los años, con esa paciencia infinita de quien ha aprendido que la vida es un río que fluye y que cada generación es una nueva corriente que se suma al caudal. Les cuentan historias donde los animales hablan y los santos bajan del cielo a caminar por los senderos polvorientos, les cantan las viejas canciones de Cri-Cri con la que ellos, los abuelos, crecieron.

Cuando llega la hora de partir, cuando los padres los llaman para regresar a la ciudad de cemento y prisa, los nietos se aferran a las ropas de los abuelos, prometen volver pronto, llevan en sus bolsillos dulces, chocolates y un cúmulo de ilusiones. En sus corazones pequeños queda sembrada la nostalgia de este lugar donde el tiempo tiene otro ritmo, donde las noches son largas y están llenas de juegos, donde temprano a la mañana siguiente marcan las horas mejor que cualquier reloj.

Los nietos son la promesa de que la memoria no morirá, de que alguien recordará el sabor de chocolate preparado por la abuela despues de mojarse por la lluvia, el intenso olor del café que el abuelo bebé gustoso, las ardillas recorriendo los árboles y escondiéndose en cuanto son descubiertas por sus ojos curiosos. Ellos son el puente entre lo que fue y lo que será, los portadores de esa herencia invisible que se transmite en abrazos, en cuentos contados al calor del amor, en canciones tarareadas mientras los juegos fluyen.

Aunque crezcan lejos, aunque sus vidas los lleven por caminos de asfalto y luces de neón, siempre llevarán en algún rincón del alma el recuerdo de ese pequeño lugar en donde aprendieron que la felicidad puede ser tan simple como correr en el parque al atardecer o dormirse arrullados por los brazos de sus abuelos.

MIRADA DE MUJER

Hay en los ojos de mujer un territorio inexplorado donde habitan las palabras que nunca se pronuncian. Es ahí, en esa geografía íntima del silencio, donde se esconden las verdades más profundas, aquellas que no necesitan voz para hacerse sentir. Una mirada de mujer es un libro abierto escrito en un idioma ancestral que solo el corazón sabe descifrar.

Cuando ella mira, el mundo se detiene. No es casualidad ni capricho del destino; es ley natural, como la gravedad o el curso de los ríos hacia el mar. En sus pupilas se refleja la historia completa del universo: desde la primera estrella que decidió brillar hasta la última lágrima que rodará por una mejilla en el final de los tiempos. Esa mirada lleva consigo el peso de todas las mujeres que la precedieron, la sabiduría silenciosa de las madres, la rebeldía de las hijas, la ternura de las amantes.

Es en la mirada donde una mujer dice "te amo" sin mover los labios, donde declara la guerra sin levantar la voz, donde perdona sin pronunciar palabra alguna. Ahí se esconde su fortaleza más pura y su vulnerabilidad más honesta. Porque mirar, para una mujer, no es solo ver: es entregar un pedazo del alma, es abrir la puerta del santuario más íntimo, es confiar en que quien recibe esa mirada sabrá cuidar el tesoro que se le está ofreciendo.

En los ojos de mujer habita la luna llena y también la luna nueva, la tormenta y la calma, la pregunta y la respuesta. Por eso, cuando una mujer te mira verdaderamente, no solo te está viendo: te está leyendo, te está conociendo, te está guardando en la biblioteca secreta de su memoria para siempre. Porque una mirada de mujer es, al final, un acto de amor supremo: la decisión consciente de hacer visible lo invisible, de convertir el silencio en canción, de transformar un instante en eternidad.

TU LLEGADA

Como la lluvia que desciende sobre la tierra seca sin consultar al calendario, así llegas tú a transformar el paisaje gris de mis días ordinarios. No hay horario que pueda contener tu presencia, ni agenda que logre programar el milagro de tu sonrisa inesperada. Eres el viento que se cuela por la ventana entreabierta del alma, llevándose consigo el polvo del desaliento y dejando a su paso el aroma fresco de la esperanza renovada.

En el momento menos pensado, cuando el corazón se ha acostumbrado al ritmo monótono de la rutina, apareces como esa melodía que creíamos olvidada y que de pronto vuelve a sonar en el viejo radio del pecho. Tu risa es el primer rayo de sol que se asoma entre las nubes después de la tormenta, y tus palabras, pequeños milagros cotidianos que convierten el agua común en vino de celebración.

No necesitas tocar el timbre ni anunciarte con fanfarrias. Tu sola presencia es suficiente para que las flores del jardín interior se incorporen hacia la luz, para que los pájaros enjaulados del espíritu recuperen el canto. Llegas como llegan las cosas verdaderas: sin ruido, sin prisa, pero con la certeza absoluta de quien sabe que su lugar está aquí, en este corazón que te esperaba sin saberlo.

Y es que la alegría auténtica nunca avisa. Se presenta de improviso, como tú, para recordarnos que la vida es mucho más generosa de lo que creemos, que siempre hay una puerta abierta hacia la felicidad cuando menos lo esperamos. Gracias por llegar así, sin avisar, para alegrar mi vida con tu presencia imprevista y necesaria.

A VECES ESCRIBO...

Las palabras llegan como lluvia mansa sobre el papel que espera, sediento de tinta y de verdades a medias. Escribo porque el silencio pesa más que todas las piedras del mundo juntas, porque hay días en que las lágrimas se quedan atascadas en la garganta como pájaros heridos que no saben volar hacia afuera. La página se convierte entonces en refugio, en ese lugar secreto donde puedo ser cobarde sin que nadie me juzgue, donde puedo confesarle al vacío todo lo que no me atrevo a decir en voz alta.

Otras veces la escritura es ancla. Escribo los nombres de quienes se fueron para que no se desvanezcan en el aire como humo de cigarrillo apagado. Escribo las tardes de domingo en casa de la abuela, el olor a café recién hecho mezclado con el aroma de las flores del jardín, las risas que resonaban en los corredores como campanas pequeñas. Escribo para que el tiempo no se lleve también estas cosas, para construir un museo personal donde cada palabra es una vitrina que protege los recuerdos del óxido del olvido.

La pluma se vuelve confesionario y archivo al mismo tiempo. Es la única herramienta que tengo para domesticar el dolor y hacer que la nostalgia no me devore completa. Porque hay tristezas que solo se curan escribiéndolas, hay memorias que solo sobreviven si las alimentamos con palabras. Y aquí estoy, entre la tinta y el papel, construyendo puentes entre lo que fue y lo que soy, entre lo que duele y lo que sana, escribiendo para no ahogarme en mis propias lágrimas, escribiendo para que nada importante se pierda en el camino.

SEGUIMOS ELIGIÉNDONOS

Hay algo de milagroso en el acto diario de despertarse y volver a elegir. No hablo del gran amor de las películas, ese que se declara una vez y perdura inmutable como estatua de mármol. Hablo del amor que se renueva en los pequeños gestos: en el café que se prepara para dos aunque uno ya no tome cafeína, en la mano que se extiende para ayudar a bajar del auto después de tantos años, en la paciencia que se tiene con las nuevas arrugas que aparecen como mapas de todo lo vivido.

Nos elegimos cuando ya conocemos los defectos del otro como quien conoce los recovecos de su propia casa. Cuando sabemos que él deja los calcetines tirados y que ella tararea esa canción que nos molesta. Nos elegimos a pesar de todo eso, o tal vez precisamente por eso, porque en esas pequeñas imperfecciones reconocemos algo profundamente humano, algo que nos dice que esta persona que tenemos enfrente es real, tangible, nuestra.

El tiempo pasa y nosotros cambiamos. Yo ya no soy el mismo que se enamoró hace ya varios años, ni tú eres la misma que me robó el primer beso bajo aquel árbol de jacarandas. Somos versiones nuevas de nosotros mismos, actualizadas por la experiencia, pulidas por las pérdidas, enriquecidas por las alegrías compartidas. Y sin embargo, cada mañana nos miramos y decidimos: sí, contigo otra vez. Contigo este nuevo día, contigo esta nueva versión de nosotros.

Hay algo revolucionario en esa elección constante. En un mundo que nos enseña a ser consumidores de experiencias, a cambiar cuando algo se vuelve familiar, a buscar siempre lo nuevo, lo excitante, nosotros elegimos la profundidad sobre la novedad. Elegimos conocer de verdad antes que conocer muchos. Elegimos el jardín que cultivamos juntos sobre los campos floridos que divisamos a lo lejos.

Y así, año tras año, nos vamos convirtiendo en una historia que escribimos a cuatro manos. Una historia hecha de decisiones pequeñas y cotidianas, de veces que pudimos irnos y nos quedamos, de veces que pudimos callarnos y hablamos, de veces que pudimos rendirnos y elegimos seguir intentando. Una historia que no termina nunca porque cada día le agregamos una página nueva, una página que dice: hoy también te elijo, hoy también eleges tú, hoy también somos nosotros.

RISAS Y AMOR

Y entonces reímos, ¿sabes?, como si la ciudad entera se hubiera puesto de acuerdo para desarmarse en un estallido de vidrios rotos y campanas borrachas. 

Reímos porque el amor es un bicho raro, un insecto de alas torcidas que se posa en la punta de la nariz y nos hace cosquillas hasta que los ojos se nos llenan de agua. 

Nos amamos, sí, pero no de esa manera solemne de los poetas de vitrina, no con versos que pesan como mármol. Nos amamos en el tropiezo, en el café derramado sobre la mesa, en el roce torpe de los dedos buscando un botón que no existe.

Reímos porque el amor es un malentendido feliz, una partida de dados donde siempre sale un número que no entendemos. Tú me miras y yo te miro, y en ese cruce de pupilas hay un complot, una conspiración de instantes que se niegan a ser serios. 

¿Quién dijo que amar es grave, que es un asunto de contratos y juramentos? Nosotros nos amamos en la acera rota, en el semáforo que parpadea como guiñándonos un secreto. 

Reímos porque el amor es una broma que nos contamos al oído, un chiste que nadie más entiende, y que nos deja doblados, con las manos en el estómago, buscando aire.

Y cuando la noche se cuela por la ventana, nos amamos en el desorden de las sábanas, en el murmullo de las palabras que no llegan a ser palabras, porque el amor no necesita gramática. 

Reímos, amor, reímos como si el mundo fuera un juguete que se desarma y se arma de nuevo con cada abrazo. Nos amamos en el eco de esa risa, en el espacio donde los relojes se cansan de contar y el tiempo se sienta a mirarnos, cómplice, mientras inventamos nuestro propio alfabeto. 

ANHELO

Aún anhelo ser viento para rescatar ese suspiro perdido entre la nostalgia de las ramas, que fue testigo del temblor. Quisiera atrapar tu rubor errante, la tibia fiebre de tu piel, y ese perfume casto, para arrebatarte los besos que dejaste pegados al cuello del árbol. De una flor que se marchó contigo, de buscarte en los fragmentos de aire donde tus caricias quedaron prendidas al follaje. Recoger la brasa temblorosa de tu rostro, tus ojos dilatados de ausencia, y guardar en mi aliento la llama que no se apagó contigo.

EL OLOR DE TU PIEL

Hay territorios que no aparecen en los mapas, geografías secretas que solo conoce la memoria del deseo. Tu piel es una de ellas: continente de aromas que se despliega en mis sentidos como una carta náutica escrita en alfabeto de caricias. Cada poro es una isla, cada pliegue un estrecho donde naufragan mis certezas y emergen, húmedas y palpitantes, las verdades que solo el tacto sabe pronunciar.

El olor de tu piel no es perfume ni esencia fabricada en laboratorios de vanidad. Es el aroma primigenio de la tierra después de la lluvia, cuando el mundo se vuelve promesa y los árboles respiran por primera vez. Es sal y miel, es viento que ha dormido entre sábanas de algodón, es el secreto que guardan las madreselvas al amanecer, cuando el rocío las bautiza con su bendición silenciosa.

Reconozco tu fragancia en multitudes, la rastro como los perros buscan el rastro de lo amado entre mil senderos confusos. Tu aroma es mi brújula, mi norte magnético, la señal que me devuelve a casa cuando las palabras se agotan y solo queda el lenguaje primitivo de los cuerpos que se reconocen en la oscuridad.

Hay quienes coleccionan mariposas o monedas antiguas. Yo colecciono los matices de tu olor: el que tiene tu cuello cuando despiertas, tibio y vulnerable como un nido de golondrinas; el que emana de tus muñecas cuando escribes, mezclado con tinta y papel; el que se adhiere a tu cabello después de caminar bajo el sol, cuando llevas prendido en cada hebra un pedazo de cielo.

Tu piel habla en aromas, susurra historias que solo mi olfato comprende. Es idioma sin gramática, poesía sin métrica, música que solo mis sentidos saben traducir. En el olor de tu piel se cifra el misterio de lo que somos cuando las máscaras caen y solo queda la verdad desnuda, esa que no necesita palabras para ser dicha ni promesas para ser creída.

Por eso cuando te alejas, cuando el tiempo y la distancia se interponen como murallas entre nosotros, cierro los ojos y respiro hondo, buscando en el aire los vestigios de tu presencia. Y siempre, siempre encuentro en algún rincón de la memoria ese aroma que me confirma que has pasado por mi vida como pasa el viento por el trigo: dejando huellas invisibles pero indelebles, sembrando en mi alma la certeza de que algunos paraísos no están perdidos, sino simplemente esperando a ser respirados.

MORENA MÍA

En la penumbra dorada del atardecer, tu piel se vuelve cobre bruñido, morena mía, y cada paso que das sobre la tierra seca despierta ecos ancestrales. Eres la continuación de todas las mujeres que caminaron antes que tú con el mismo fuego en los ojos, la misma fuerza silenciosa que dobla las ramas sin quebrarlas. Tu risa es el rumor del viento entre los maizales, tu silencio es profundo como los cenotes donde se reflejan las estrellas.

Morena mía, guardas en tus manos el secreto de las tortillas que crecen redondas y perfectas, el misterio de las flores que abren sus pétalos al primer rayo de sol. En tu mirada habita la sabiduría de quien conoce el lenguaje de la lluvia y sabe cuándo sembrar y cuándo esperar. Tus trenzas son ríos oscuros que fluyen sobre tus hombros, llevando historias que solo la luna ha escuchado completas.

Cuando caminas, la tierra te reconoce como suya, morena mía, porque en ti vive el color de la arcilla fértil, el tono de los troncos que han resistido cien tempestades. Eres raíz y fruto a la vez, memoria que se hace presente, canto que se vuelve silencio, y en ese silencio, toda la música del mundo esperando nacer de nuevo en tu voz, morena mía, en tu hermosa y eterna presencia.

TURISMO EMOCIONAL

Llegas con maleta de promesas y te quedas el tiempo justo para tomar fotografías de mis sentimientos. Coleccionas sonrisas como postales, guardas mis suspiros en frasquitos de vidrio que después exhibes en la repisa de tu indiferencia. 

Tu amor es un itinerario programado: tres días de ternura, dos noches de pasión calculada, y al amanecer del lunes ya estás consultando el mapa hacia otro corazón. Eres turista en mis emociones, viajero de lo superficial, explorador de territorios íntimos que nunca te interesó realmente conocer.

Me tratas como atracción turística: me visitas cuando te conviene, me fotografías cuando luzco bien, me abandonas cuando el clima se vuelve incierto. En tu guía de viaje emocional no aparecen mis tormentas, mis días grises, mis rincones menos fotogénicos. Solo buscas el sol artificial de mis mejores momentos.

Hablas de amor pero practicas el consumo. Degustas mis caricias como quien prueba platillos exóticos, sin compromiso, sin consecuencia, sin el deseo real de quedarte a conocer la receta completa. Tu hambre es momentánea, tu sed pasajera, tu interés estacional.

Cuando me doy cuenta de que soy apenas una parada más en tu tour sentimental, comprendo que lo tuyo no es amor: es turismo emocional. Y yo, que creí ser tu destino, descubro que apenas fui una excursión de fin de semana en el mapa infinito de tu desamor.

Al final, recoges tus cosas y te vas como llegaste: sin raíces, sin huellas permanentes, dejando solo la cuenta por pagar de un viaje que nunca quisiste que fuera de ida y vuelta.

DE TI Y DE ESTE AMOR TAN BONITO

Si supieras cuántas veces te pienso al día… no me alcanzarían las manos para contarlas. Te pienso cuando el cielo se pinta de rosa en la tarde, cuando la brisa me acaricia el rostro y me hace cerrar los ojos, como si con eso pudiera tocarte un poquito. Te pienso cuando veo una pareja reírse bajito, cuando huelo café por la mañana o cuando escucho esa canción que me recuerda a tu voz. Es como si tu nombre estuviera tatuado en los bordes invisibles de cada cosa que me hace sentir.

No sé cómo llegaste, pero sí sé lo que provocaste: desordenaste todos mis miedos y los convertiste en ternura. Y sin quererlo, sin esperarlo, hiciste de mi corazón un sitio habitable, uno donde ya no hay corrientes frías ni ventanas rotas, sino luces suaves y mantas cálidas que huelen a ti.

Me gustas. Pero no me gustas como las cosas que brillan rápido y se apagan. Me gustas como los atardeceres lentos, como los libros que se leen despacito para no acabarlos, como los silencios cómodos. Me gustas con la ternura de una promesa hecha con los ojos cerrados y los dedos cruzados. Me gustas con la calma de quien ha encontrado al fin el lugar donde quiere quedarse.

Y no, no eres perfecto. Ni yo. Pero ¿sabes qué? Qué suerte la mía de enamorarme de alguien con cicatrices, con historia, con días buenos y días grises, con sueños que a veces se rompen y se vuelven a construir. Porque en ti no busco la perfección, sino la verdad: tu risa real, tus enojos, tus tonterías, tus ideas a media noche, tus inseguridades… tu todo. Todo lo que eres. Todo lo que me haces sentir.

Contigo aprendí que el amor no es tormenta, es refugio. Que no se trata de necesitarse, sino de elegirse. Elegirte. Siempre, aunque pueda no entenderte del todo. Aunque a veces haya distancias o silencios. Aunque el mundo esté del revés. Porque si hay algo que tengo claro, es que contigo hasta lo difícil se siente menos feo.

Quiero ser contigo. Quiero que seas mi último pensamiento en las noches y el primero en las mañanas. Quiero darte mi tiempo, mis palabras más suaves y mi cariño más torpe. Quiero abrazarte cuando estés cansado, reírme contigo cuando no podamos más del absurdo de la vida. Quiero caminar de tu mano aunque no sepamos a dónde vamos. Quiero ser hogar para ti, igual que tú lo eres para mí.

Hay algo en ti que me hace creer que las cosas buenas existen de verdad. Que hay amores que no lastiman, que no duelen, que no apagan. Amores que, en lugar de romperte, te enseñan a brillar con más fuerza.

Te amo. Pero no te amo como una palabra que se lanza al aire y se pierde. Te amo como quien sabe lo que dice. Como quien quiere quedarse. Como quien encontró lo que no sabía que buscaba y ahora no quiere soltarlo jamás.

HILOS INVISIBLES

Hay una geografía secreta en los encuentros, un mapa que no dibuja la casualidad sino algo más antiguo que los nombres. Cuando dos miradas se cruzan por primera vez y reconocen territorios que nunca han pisado juntas, cuando las palabras fluyen como si hubieran ensayado siglos esta conversación, algo se revela: que el tiempo es apenas una ilusión que inventamos para no perdernos en la vastedad de lo eterno.

Pienso en los rostros que aparecen en sueños antes de materializarse en esquinas imprevistas, en las voces que resuenan familiares desde el primer susurro, en esas conexiones que no necesitan historia porque ya la tienen toda, escrita en algún lugar donde los relojes no existen y las despedidas son solo paréntesis en una frase infinita.

Cada alma guarda una constelación de vínculos que trasciende la biografía. Somos archivos ambulantes de encuentros que rebasan la cronología, bibliotecas vivas donde cada página conocida es también un reencuentro, cada abrazo una confirmación de que algunos lazos se tejen con hilos que no fabricó esta vida, sino todas las anteriores y todas las que vendrán.

Por eso hay personas que llegan como quien regresa a casa, que nos miran como si supieran nuestros secretos más profundos sin haberlos escuchado nunca, que nos tocan el alma con la precisión de quien ya conoce sus cicatrices y sus alegrías. Son los cómplices de una memoria que excede la memoria, los testigos de una historia que comenzó mucho antes de nacer y que continuará mucho después de partir.

En esta red invisible de correspondencias, cada separación es temporal, cada distancia es aparente, cada silencio guarda la promesa del reencuentro. Porque hay conexiones que el tiempo no puede cortar, vínculos que la muerte solo transforma, amores que migran de cuerpo en cuerpo hasta encontrar nuevamente su espejo perfecto en otros ojos, en otras manos, en otros corazones que laten al mismo ritmo desde siempre.

AMARNOS LIBREMENTE

Hay en el amor una geografía secreta que solo conocen los cuerpos cuando se entregan sin mapas ni brújulas, cuando dejan que la piel sea la única frontera y el deseo el único idioma. Amarnos libremente es descubrir que el mundo cabe en un abrazo, que el tiempo se detiene en el momento exacto en que nuestras manos se encuentran y reconocen, como si hubieran estado esperándose desde antes del primer latido.

La libertad no es la ausencia de vínculos, sino la presencia del vuelo. Amarnos así es como los pájaros que migran: sin dueño, sin jaula, pero con la certeza de un rumbo compartido. Es elegir cada mañana el mismo rostro entre mil rostros posibles, no por obligación sino por asombro, porque en sus ojos habita una luz que no se cansa de sorprendernos.

Qué extraña alquimia la del amor libre: transforma el miedo en confianza, la soledad en compañía elegida, el silencio en conversación infinita. No hay cadenas más fuertes que las que se forjan con besos voluntarios, ni prisión más dulce que la que construyen dos cuerpos que se buscan por gusto, no por costumbre.

Amarnos libremente es también sabernos temporales, aceptar que nada es para siempre y que justo por eso cada instante vale la eternidad completa. Es amar con las manos abiertas, preparadas tanto para acariciar como para soltar, porque la verdadera posesión del amor está en no poseer nada, en dejarse poseer por la belleza del momento presente.

En esta libertad encontramos la paradoja más hermosa: que solo quien ama sin atar puede ser verdaderamente amado, que solo quien se entrega sin condiciones recibe sin límites. El amor libre no es el amor fácil; es el amor valiente, el que se atreve a confiar en la elección diaria, en la fidelidad que nace del deseo y no del deber.

Así nos amamos: como el río que corre hacia el mar sin perder su nombre, como la luz que viaja millones de años para encontrar exactamente estos ojos, en este momento, en esta tierra pequeña donde aprendimos que amar libremente es la única forma de amar que nos hace completamente humanos.

NO SOY ESCRITOR PERO CUÁNTO ME GUSTARÍA SERLO

Hay una música que no suena en mis dedos cuando tocan las teclas, una melodía rota que se escapa entre las palabras que no llegan. No soy escritor, pero llevo dentro la sed de quien ha caminado por desiertos de páginas en blanco, la nostalgia de quien mira desde afuera el banquete de las letras. Cuánto me gustaría serlo, serlo como quien respira sin darse cuenta, como quien ama sin premeditación.

En las noches largas, cuando el silencio se vuelve espeso como miel antigua, imagino que mis manos saben tejer historias con hilos de luz. Que las palabras me buscan como gatos hambrientos, que se acurrucan en mi regazo y ronronean secretos que solo yo puedo escuchar. No soy escritor, pero sueño con serlo en ese momento fugaz entre el sueño y la vigilia, cuando todo es posible y la realidad se doblega ante la voluntad de los soñadores.

Me gustaría ser el arquitecto de mundos imposibles, el jardinero de metáforas que florecen en primaveras inventadas. Que mi nombre fuera una puerta que se abre hacia territorios inexplorados, un faro para los náufragos del alma. No soy escritor, pero cargo con el peso luminoso de todas las historias no contadas, de todos los versos que se quedaron huérfanos en el umbral de mi boca.

Cuánto me gustaría que las palabras fueran mis cómplices, mis amantes fieles, mis soldados en esta guerra silenciosa contra el olvido. Ser el traductor de silencios, el coleccionista de instantes que brillan como monedas de oro en el fondo oscuro del tiempo. No soy escritor, pero quizás en este deseo ardiente, en esta confesión desnuda, ya lo soy un poco, ya habito en los márgenes del reino donde las letras danzan y los sueños cobran forma.

EL REGRESO IMAGINADO

Me gusta pensar que volverás como vuelve el agua a encontrar su cauce después de la sequía, con esa certeza silenciosa de quien conoce el camino de memoria. Que traerás contigo no solo tu presencia, sino una versión mejorada de nosotros mismos, pulida por la distancia como las piedras del río que se vuelven suaves bajo la corriente persistente del tiempo.

En mis noches de insomnio construyo escenarios donde todo es diferente: donde las palabras que no dijimos flotan en el aire como semillas esperando el momento exacto para germinar, donde los silencios incómodos se transforman en pausas llenas de comprensión, donde nuestros errores pasados se convierten en la sabiduría que necesitábamos para construir algo más sólido, más hermoso, más verdadero.

Me gusta imaginar que cuando regreses habremos aprendido el arte difícil de amarnos sin miedo, sin la urgencia desesperada de quien cree que el tiempo se agota. Que sabremos escucharnos con esa atención que solo da la experiencia de haber perdido lo que más se ama, y que nuestras manos se encontrarán con la precisión de dos líneas que siempre estuvieron destinadas a cruzarse en el punto exacto donde convergen todas las posibilidades.

Porque en este tiempo de ausencia he descubierto que el amor verdadero no es el que permanece inmutable, sino el que se atreve a crecer, a transformarse, a volverse cada día una versión más completa de sí mismo. Y me gusta pensar que tú también has estado construyendo puentes hacia esa versión mejor de nosotros, hacia ese lugar donde el regreso no sea solo un retorno, sino un nacimiento.