Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

NUESTRO VÍNCULO NADIE LO SABE

En el silencio de las calles que se quiebran bajo el peso de la noche, nuestro vínculo respira, sigiloso, como un secreto que la ciudad guarda en sus muros de cantera. Nadie lo sabe. Ni las luces que parpadean en las esquinas, ni los pasos apresurados de los transeúntes que se pierden en la bruma del alba. Es un pacto callado, un roce de almas que se encuentran en el intersticio de lo que no se dice, donde las palabras se deshacen como polvo en el viento.

Tú y yo, cómplices de un instante que no necesita testigos, tejemos nuestra historia en la penumbra. Las miradas que cruzamos son versos que nadie leerá, escritos en la tinta invisible de los días que se deslizan sin ruido. ¿Quién podría sospechar que en el roce de nuestras manos hay un universo que se enciende? ¿Que en el murmullo de nuestras risas se esconde un juramento que no precisa de altares?

Nadie lo sabe. Ni el café que humea en las tazas, ni el tañido de las campanas que despiertan la mañana. Somos un enigma que se guarda en el pliegue de los días, en el susurro de las hojas que caen, en el reflejo fugaz de un cristal empañado. Nuestro vínculo, amor, es un misterio que no pide ser descifrado, un latido que resuena solo para nosotros, mientras el mundo sigue su curso, ajeno, ciego, mudo.

Y así, en la secrecía de nuestro encuentro, el tiempo se detiene, se dobla, se hace nuestro. Nadie lo sabe, y en esa ignorancia del mundo hallamos nuestra libertad, nuestro refugio, nuestro eterno.

NUESTRO VÍNCULO

Somos dos orillas de un mismo río secreto, dos silencios que se nombran sin palabras. Nuestro vínculo —ese territorio de sombras y relámpagos— solo nosotros lo sabemos.  

Los demás ven gestos, escuchan frases rotas, creen descifrarnos en el diccionario del mundo. Pero hay un idioma antiguo, escrito en la piel del tiempo, que solo nuestras miradas traducen.  

¿Acaso no es el amor un código quemado en los huesos? Un jeroglífico que solo las manos del amante descifran al rozar la memoria del otro.  

No hay testigos. No hay mapas. Solo este fuego compartido que nos quema y nos nombra.  

Somos la isla que flota entre dos mareas, el puente invisible.  
Solo nosotros sabemos el peso exacto de esta ausencia cuando te vas.  
Solo nosotros escuchamos el eco del otro en la caverna de la noche.  

Y sin embargo, callamos.  
Porque hay verdades que se rompen al pronunciarlas.  
Hay jardines que solo crecen en el silencio.  

—¿Lo entiendes?  
—Lo entiendo.  
Esa es nuestra condena y nuestra gloria.

EL INSTANTE SE QUIEBRA

El aire es un espejo roto. En sus fragmentos, el tiempo se detiene, pero no muere. Camino entre los pedazos, y cada uno refleja un rostro que no reconozco: el mío, el tuyo, el de nadie. La ciudad respira bajo el sol, un jadeo de piedra y sombra, y en sus calles el eco de un tambor invisible marca el paso de los siglos. ¿Quién toca ese tambor? ¿Es el corazón del mundo o el latido de mi sangre?

El agua del río murmura secretos que no entiendo. Su corriente arrastra nombres, fechas, promesas que se deshacen como espuma. Me detengo en la orilla, y el reflejo de mi sombra se funde con la sombra del sauce. Somos uno, y somos nada. La dualidad se desvanece en el instante, pero el instante es un cuchillo: corta, sangra, cicatriza. 

Amor, dices, y la palabra se quema en mi boca. Es un fruto maduro que estalla en el paladar, dulce y amargo, semilla y ceniza. Te busco en el laberinto de mi piel, pero sólo encuentro el eco de tus pasos, el roce de tu ausencia. ¿Eres tú o es el viento quien me abraza? La carne es un templo, y también una ruina. En su altar, ofrezco mi silencio.

El cielo se inclina, pesado de estrellas. Cada una es un ojo que me mira, un ojo que no parpadea. ¿Qué ven en mí? Soy un hombre, un instante, un soplo. Pero en el vértigo de esa mirada, soy también el desierto, la ola, el relámpago que parte el roble. Todo converge en este punto, en este ahora que se desvanece mientras lo nombro. 

Y sin embargo, hay un puente. Entre el yo y el tú, entre el ahora y el nunca, se tiende un hilo de luz, frágil como el alba, fuerte como la muerte. Lo cruzo con los ojos cerrados, guiado por el rumor de tu voz, que es también la voz del mundo. Al otro lado, no hay fin, no hay comienzo: sólo el eterno girar de la danza, el círculo que se cierra y se abre, el instante que se quiebra para volverse entero.

LA LLUVIA NOCTURNA Y TÚ

La noche es un lienzo negro donde la lluvia traza su caligrafía secreta, un idioma de hilos plateados que se quiebran al tocar la tierra. Y tú, en el umbral de la sombra, eres un reflejo que respira, un eco que la lluvia acaricia con dedos de agua. La ciudad duerme, o tal vez sueña, bajo el peso de esta cortina líquida, pero tú estás despierta, inmóvil, como un faro que no guía, sino que contempla.

La lluvia nocturna murmura tu nombre, no en palabras, sino en el ritmo de su caída, en el susurro que se desliza por los tejados y se cuela en las grietas del silencio. Eres tú, pero también eres la noche: un misterio que se desdobla en el espejo roto de un charco, donde la luna se fragmenta y se recompone. Cada gota es un verso, cada reflejo un pensamiento que no se dice, pero se siente.

Bajo la lluvia, el tiempo se curva, se vuelve un círculo donde tú y la noche se encuentran, se miran, se reconocen. Eres el latido que responde al tambor del agua, el instante que no huye, sino que se detiene a escuchar. La lluvia te envuelve, te nombra, te disuelve en su canto sin fin, y en esa disolución te encuentras: no eres solo tú, eres también el relámpago que no cae, la sombra que no pesa, el suspiro que la noche guarda en su pecho húmedo.

Oh lluvia nocturna, oh tú, eres una misma pregunta sin respuesta. En tus reflejos, en tus silencios, se escribe un poema que no necesita papel, porque vive en el roce de una gota contra la piel, en el eco de un paso que se pierde en la calle mojada, en el abrazo fugaz de la noche que, al alba, se desvanecerá, pero nunca se olvida.

NOCHE DE LLUVIA

La noche se derrama, líquida, sobre el silencio. Es un espejo roto, un cristal que tiembla en la penumbra, donde la ciudad se desdibuja como un sueño que se olvida al alba. La lluvia canta, no con palabras, sino con un murmullo que es todas las palabras y ninguna: un idioma de gotas, un alfabeto de reflejos. Cada charco guarda un fragmento de cielo, un pedazo de nube que se deshace entre los dedos del viento. 

En la noche de lluvia, el tiempo se detiene, pero no es quietud: es un vértigo lento, un girar de sombras que se abrazan y se disuelven. Las luces de los faroles tiemblan, como si dudaran de su propia existencia, y los árboles, empapados, susurran secretos que nadie descifra. Hay un instante en que todo es transparente: el aire, la memoria, el latido del corazón que se confunde con el tamborileo del agua.

Oh noche, oh lluvia, eres un puente entre lo que soy y lo que no sé que soy. En tu caída, en tu canto sin fin, me encuentro y me pierdo. Eres un poema que no necesita escribirse, porque ya está escrito en el reverso de las hojas, en el eco de los pasos que se alejan, en el suspiro de la ciudad que duerme bajo tu manto. 

Y yo, aquí, bajo el umbral de tu sombra húmeda, escucho. No espero nada, pero todo llega: el aroma de la tierra despierta, el roce de una gota en mi piel, la certeza de que esta noche, esta lluvia, es un instante eterno, un relámpago que no ilumina, sino que abraza.

PROHIBIDO EL PASO

En el umbral del instante, donde el tiempo se quiebra como un espejo roto, la ciudad murmura su secreto: prohibido el paso. No es un letrero, no es una valla de hierro ni un grito de centinela. Es un silencio que pesa, un vacío que respira en las grietas de las piedras, en los ojos entrecerrados de las ventanas, en el latido detenido de las calles. 

El aire se detiene, suspenso, como si el mundo entero contuviera el aliento. Prohibido el paso: pero ¿a dónde? ¿Al otro lado del río, donde las sombras se trenzan con los reflejos del agua? ¿Al interior del instante, ese lugar sin nombre donde el yo se disuelve y se convierte en un murmullo de estrellas? La puerta no está cerrada, no hay candado ni cerrojo, pero el umbral arde con una llama invisible. 

Camino, y mis pasos son preguntas. Cada adoquín, un acertijo; cada esquina, un verso que se deshilacha. Prohibido el paso, dice el viento, pero el viento miente: sus dedos deshacen los nudos del espacio, me invitan a cruzar, a ser el intruso en el reino de lo inmóvil. ¿Y si el paso mismo fuera la transgresión? ¿Y si caminar fuera un acto de rebeldía contra el mandato del tiempo, contra la quietud que nos reclama?

En el centro de la plaza, un árbol extiende sus ramas como un poema que no termina. Sus hojas susurran: pasa, pero no mires atrás. Prohibido el paso, sí, pero también prohibido quedarse. El mundo es un umbral, un arco de instantes que se abren y se cierran. Cruzo, y al cruzar me vuelvo otro: un eco, una sombra, un fragmento de luz que se pierde en el laberinto del ahora.

Prohibido el paso, pero el paso se da. Y en ese paso, el universo respira.

LOS DÍAS NUBLADOS

Me gustan los días nublados, cuando el cielo se pliega sobre sí mismo, como un pensamiento que duda antes de nacer. Hay una intimidad en la luz difusa, un susurro que no se atreve a ser grito, una pausa que abraza el mundo con su gris suavidad. El sol, escondido, no impone su reinado; deja que la tierra respire, que las sombras se mezclen con los contornos, que todo sea un poco más incierto, más humano.

En los días nublados, el tiempo se detiene, pero no muere. Es un instante que se contempla a sí mismo, un espejo empañado donde los reflejos no son claros, pero son verdad. Camino bajo ese cielo que no promete nada, y sin embargo lo da todo: la posibilidad de imaginarlo todo. Las nubes son palabras sin forma, poemas que se escriben y se borran en el mismo aliento. Son la memoria del agua, la nostalgia del océano que alguna vez fuimos.

Me gustan los días nublados porque en ellos el mundo se parece a mí: ni radiante ni oscuro, sino suspendido, buscando su propio sentido entre la bruma. En su silencio, escucho el latido de lo que aún no es, de lo que podría ser. Y en ese gris, que no es color sino todos los colores en secreto, me encuentro con lo que soy: un hombre que camina bajo el peso leve de un cielo que no cae, pero tampoco se alza. Un cielo que, como yo, simplemente es.

CUANDO LAS ALMAS SE RECONOCEN

En el silencio del instante, donde el tiempo se quiebra como un cristal y los fragmentos caen en un río sin orillas, dos almas se encuentran. No hay palabras, no hay gestos: solo el fulgor de un reconocimiento antiguo, como si el universo, en su danza ciega, hubiera conspirado para cruzarlos en este punto exacto del espacio. Son espejos que se miran, reflejos de una luz que no conoce principio ni fin, y en ese reflejo se disuelven las sombras del mundo.

Nada podrá separarlas. Ni el viento que arrastra los nombres, ni la carne que se deshace en el abrazo del tiempo, ni las distancias que miden los pasos perdidos en la noche. Porque cuando las almas se reconocen, el universo entero se pliega, las estrellas se convierten en brasas de un mismo fuego, y el vacío se llena de un latido que no es de este mundo. Son una sola corriente, un río subterráneo que corre bajo la piel del instante, un susurro que atraviesa los siglos.

El mundo seguirá girando, con su rumor de mercados y guerras, con sus relojes que mastican los días. Pero ellas, las almas, han encontrado su centro. Se han visto en el relámpago del encuentro, en el destello que no hay sombra que lo apague. Y aunque los caminos se bifurquen, aunque la niebla del olvido intente borrar sus rostros, permanecerán unidas, como dos notas de una melodía que el silencio no puede deshacer.

Cuando las almas se reconocen, nada podrá separarlas. Son el eco de un instante que es todos los instantes, la chispa que enciende el alba del eterno. Y en ese reconocimiento, el mundo se vuelve transparente, y la vida, un poema que ellas mismas escriben con la tinta invisible del amor.

BESOS

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero...? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y qué viste después...? Sangre en mis labios.

Yo te enseñé a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

¿QUÉ SOMOS?

Somos dos adultos que se cruzan en el umbral del tiempo, donde el instante se quiebra y el espejo del mundo refleja un doble rostro. 

¿Qué somos? No la suma de dos sombras, no el eco de pasos en un corredor vacío, sino el roce de dos pieles que inventan su propio idioma. 

Nos queremos, y en ese querer se alzan puentes de saliva y susurro, arcos de carne que sostienen el cielo de un momento. 

Nos gustamos, como gusta el relámpago al ojo que lo atrapa, como la ola que se entrega al acantilado sin preguntar por su fin. 

Nos damos amor, y ese amor es un río que no conoce su fuente, un torrente que arrastra estrellas y raíces, que se desborda en los pliegues de la noche. 

Somos dos, pero en el abrazo somos uno, un solo latido que se parte en dos para volverse a encontrar. 

Somos el instante que se sabe eterno porque se desvanece, la pregunta que no necesita respuesta porque se responde en el silencio de los cuerpos. 

¿Qué somos? Somos el fuego que arde sin consumir, el poema que se escribe en la piel y se borra con la luz del alba. 

Somos dos adultos que se miran y, al mirarse, descubren que el mundo no es más que el reflejo de ese amor que se dan, sin medida, sin fin.

¿Qué somos? Somos dos adultos que se quieren, que se gustan y que se dan amor.

CONOCER A BUKOWSKY

Bajo el cielo de neón, donde las luces parpadean como párpados de un dios insomne, me detengo en el umbral de un bar que huele a cerveza rancia y a sueños rotos. Me hubiera gustado conocer a Bukowski, sentarme en su mesa coja, entre botellas vacías y cenizas que narran su propia épica. Hablarle del silencio que pesa como un ladrillo en el pecho, del amor que se desliza como arena entre los dedos, de la ciudad que mastica almas y escupe versos. 

Sus ojos, dos brasas gastadas, me mirarían desde el otro lado del vaso, y su risa, áspera como papel de lija, cortaría el aire. “La vida es un trago amargo”, diría, “pero a veces, entre el vómito y la resaca, encuentras una verdad que brilla como un cuchillo”. Y yo, con la lengua torpe de quien ha vivido poco y sentido demasiado, le preguntaría cómo se escribe cuando el corazón es un puño cerrado, cómo se ama cuando el mundo es un cuarto vacío.

En la penumbra, su voz sería un río de grava, contándome de mujeres que eran hogueras, de noches que eran túneles sin fin. Me hablaría de la poesía que no se escribe, sino que se arranca de las tripas, de la belleza que hiere porque es cierta. Y yo, aprendiz de sombras, tomaría notas en servilletas manchadas, buscando en sus palabras el mapa de un país donde el dolor es moneda y la soledad, un espejo.

Fuera, la ciudad seguiría su danza de fierro y humo, pero dentro, en ese instante, el tiempo se doblaría como una hoja. Bukowski, con su rostro de mapa arrugado, alzaría su copa y brindaría por los perdidos, por los que escriben porque no saben callar. Y yo, al salir, llevaría en el alma un eco de su risa, un fragmento de su furia, y la certeza de que la vida, aun rota, es un poema que no termina.

AMANECER, UN DON

Agradezco amanecer un nuevo día, cuando la luz se quiebra en el filo del horizonte y el mundo, aún dormido, murmura su primer sílabo. El alba no es promesa, es presencia: un latido que no pregunta, un río que se desliza sin saber su destino. En el silencio de la aurora, el tiempo se detiene, y soy un instante, un soplo que se mira en el espejo del cielo. 

El sol, sacerdote sin rostro, oficia su liturgia de brasas y sombras. Cada rayo es un verso que escribe el día sobre la piel de la tierra. Agradezco este despertar, este ser sin peso, este flotar entre la niebla que abraza los árboles como un amante que no se atreve a hablar. El mundo se reinventa en cada amanecer, y yo, testigo frágil, soy su cómplice, su eco.

No hay ayer en la luz que acaricia las hojas, no hay mañana en el canto del pájaro que perfora la quietud. Solo este ahora, este día que se ofrece como un fruto maduro, sin pedir nada a cambio. Agradezco amanecer, ser parte del gran tejido, del susurro eterno que une la piedra y la estrella, el latir del hombre y el pulso del cosmos. 

En este instante, soy el día, soy la luz, soy el agradecimiento que se alza como una oración sin palabras, un poema que no termina.