De repente, llega alguien que es cerilla y nos prende, y nosotros, que nos hemos secado al sol y hemos dejamos que nuestro corazón se llenase de pasto, decidimos arder.
Nos dejamos calentar por unas llamas que reducen a ceniza nuestra vida y no sabemos ser el ave fénix que nos salve, preferimos quemarnos antes que sentir el frío de un invierno que se antoja más helador cuando no hay unos brazos que sirvan de hoguera.
Y, de pronto, se apaga. El fuego se va, el viento nos quema la piel y nuestro corazén vuelve a necesitar años para volver a latir más allá de solo bombear.
Pero ahí aparece la magia que necesitamos para salir bien parados de este truco del destino y nos damos cuenta que siempre hay bomberos emocionales a nuestro lado, que siempre los ha habido, aunque solamente podamos verlos cuando alguien nos arrasó las ganas sin piedad.
Y sofocan el incendio, nos limpian el humo
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