Ella arquea las cejas
como si estuviese sola en aquel rincón.
Sonríe como si llevara
una puesta de sol entre los labios
y la maldita suerte de ser preciosa
sin que nadie salga a su encuentro
para competir con ella.
Lo que más me gustaba era su silencio.
Despiadado y sucinto.
En él podías encontrar secretos de todo tipo,
desde los que ocultaban las puntas de sus pies,
hasta lo que ocultaba en el interior de su alma;
sus ojos daban un repaso de aquel sumario
de voces perdidas y ecos sin dueño
que había en la habitación de su mirada.
Podías pasear por el asfalto de su risa,
caer veinte metros en sus ojos,
tropezar con su lengua en mitad del vuelo
y beber de su boca
hasta desear que jamás pudieses saciarte.
Besarla era un placer de esos prohibidos,
tocarla como acariciar una estrella,
mirarla como prueba de que la magia existe
y poseerla como creer en los milagros.
Y entonces sonríe, porque sabe que la miro,
sonríe porque sabe que me encanta,
porque más que quererla, yo la amo,
y presenciar aquel acto de hipnosis
resulta en sí una fortuna.
Me pregunto cuánto es que le debo al mundo
por haberme llevado hasta ella,
hasta la puerta de su vida y, aun mejor,
que ella se hubiera atrevido a abrirme la puerta,
a mí, a este espanta amores de primavera,
a mí que soy prestamista de la esperanza,
y que tengo deudas de tristeza hasta el cuello.
Pero la tengo y aunque el mundo entero
se declare en bancarrota
yo seguiré siendo suyo
y esa es otra forma
de ser el hombre
más rico del planeta.
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