Ella me quería, y en aquellos momentos no me importaba si la mitad del mundo decidía odiarme. Verán, cuando conocen a alguien que es capaz de sacar todo lo bonito de ustedes tienden a sentirse de esa forma: infinitos. Yo me sentí como una estrella, que no era fugaz pero que podía cumplir deseos. Los de ella, por ejemplo. Podía hacer que sintiera esa tibieza en invierno, y podía pisar hojas a su lado en otoño, ver el cielo en una de esas noches de primavera y caminar abrazados en la playa por verano. Los atardeceres eran esa promesa de que la vida a veces pone finales felices en las cosas. «No todo tiene por qué ser tan triste», pensaba, luego la miraba sonreír y sabía que tenía razón. Sabía que aquél todavía no era el final, y sabía que quizá todo aquello no iba a durar para siempre, pero que mientras estuviésemos juntos iba a dedicarme a hacernos inolvidables, a dejar huellas en aquella arena de playas a las que nunca quise irme porque no me gustaban. Es que, vamos, cuando conoces a una chica tan intensa sientes que vale la pena ir incluso contra tus propios gustos sólo por complacerla. Ella lo valía, claro. Valía todos los insomnios y toda esa felicidad que pueden encerrar dos personas cuando se abrazan.
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