Ya no sé si volveré a verte, al menos, de la misma forma. No sé si mañana, cuando se vayan tras de ti mis miedos y aprendas a convivir con ellos, al verte yo siga deseando que el invierno nos encierre juntos. No sé si seguiré sintiendo lo mismo, o si acaso esta vida que se acaba terminará por corroer todo lo bueno que me queda. Seguramente tú para entonces serás feliz, y el rostro te habrá cambiado, amoldado a otros besos, a otras caricias, como si mis huellas hubiesen desaparecido con el paso de un tiempo que llegó en forma de otras manos. Te habré perdido, eso es seguro, porque desde que te fuiste supe que nunca habías llegado por completo. Me hiciste extrañarte, o acaso yo no supe hacer otra cosa, sólo quedarme quieto, con esa incapacidad que nace tras ver cómo ese mundo que vino contigo se consumía lentamente. Luego quise volver a ser feliz, y te busqué en vano, porque en realidad nunca busqué donde realmente estabas, sino donde me llevaba tu esencia, arrastrándome tras tus pasos por las calles de mi memoria, en esa ciudad que no se parece en nada a la nuestra.
Y te encontré, claro. Pero no eras la misma. Y aprendí a verte sólo en esos viajes con vistas a una urbe demasiado grande para nosotros, una urbe que sólo existe en el recuerdo. Hoy ya no sé si todo lo que soñamos volverá a nosotros algún día, o si mañana estarás tan bella como cuando te fuiste, pero sí sé que dolerás lo mismo, como si estuvieses yéndote constantemente, dejando las despedidas atascadas en tus recados pendientes y maldiciendo el haberme conocido. Seguirás tan hermosa como cuando supe que tu sonrisa iba a dolerme por todas las veces que soñé con ella, abrazando a esa esperanza de verte volver un día, como reconciliándote con nuestros planes, como queriendo quedarte conmigo.
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