Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

ENTRE EL FUEGO y LA PENUMBRA

La habitación era un santuario de penumbra y deseo, iluminada apenas por la cálida luz de una vela que pintaba sus pieles con sombras doradas. Él estaba de pie, sus ojos la devoraban desde el otro lado de la cama. Ella, recostada entre sábanas desordenadas, llevaba apenas una fina prenda de encaje que poco escondía y mucho insinuaba.

Él se acercó despacio, con una intensidad en su mirada que hizo que su respiración se acelerara. Cuando llegó a su lado, se inclinó sobre ella, atrapando su boca en un beso profundo, húmedo, cargado de una urgencia que hizo que su cuerpo se arquease hacia él. Su lengua exploraba cada rincón de la suya, arrancándole pequeños gemidos que vibraban en el aire.

Con un movimiento decidido, deslizó la prenda por sus hombros, dejando al descubierto su piel. La tocó, primero con suavidad, luego con firmeza, descubriendo qué lugares arrancaban de su boca un suspiro y cuáles la hacían gemir. Sus manos exploraron el contorno de su cintura, subieron por su torso, encontrando sus pechos. Los acarició con hambre, sus dedos jugando con los pezones endurecidos mientras su boca bajaba por su cuello, dejando un rastro de besos y mordiscos ligeros que encendían su piel.

Ella lo tiró hacia abajo con una urgencia que no podía contener, sus dedos desabotonando su camisa con torpeza, desesperados por sentirlo más cerca. Cuando por fin quedó desnudo frente a ella, lo miró, sus ojos oscuros de deseo, su lengua humedeciendo sus labios en un gesto instintivo. Lo atrajo hacia sí, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo, su dureza contra su vientre, el peso de su deseo haciéndola temblar.

Él bajó lentamente, besando y mordiendo la piel de su abdomen mientras sus dedos deslizaban la tela que aún cubría su último secreto. Cuando quedó completamente desnuda, no esperó. Separó sus piernas con una mezcla de delicadeza y decisión, sus labios explorando el calor entre ellas. Ella jadeó, sus manos encontrando refugio en su cabello, empujándolo hacia donde su lengua y sus dedos trabajaban al unísono, arrancándole un gemido tras otro.

Su respiración se volvió errática. Sentía que el mundo se desvanecía a su alrededor, reducido al ritmo de su boca y al crescendo que crecía dentro de ella. Cuando alcanzó el clímax, su cuerpo se sacudió bajo él, sus uñas clavándose en sus hombros mientras un grito ahogado escapaba de su garganta.

Él no esperó a que ella recuperara el aliento. Subió por su cuerpo, su boca encontrando la suya de nuevo, y con un movimiento lento pero firme, la llenó. Ella gimió contra sus labios, sus cuerpos moviéndose en perfecta sincronía, un vaivén de pasión que parecía incendiar la habitación. Cada embestida era más profunda, más intensa, más desesperada, como si ambos quisieran grabarse el uno en el otro para siempre.

El sudor perlaba sus pieles, mezclándose mientras se aferraban, sus cuerpos atrapados en un ritmo que solo ellos entendían. Cuando finalmente alcanzaron juntos el éxtasis, se desplomaron entrelazados, sus respiraciones entrecortadas llenando el silencio de la habitación.

El mundo podía esperar; en ese instante, solo existían ellos, dos almas perdidas en el fuego del deseo satisfecho.

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