Hay días en que el cuerpo se vuelve geografía del dolor, territorio inexplorado donde cada músculo es una cordillera de fatiga y cada hueso un río seco que clama por la lluvia. En esas horas de penumbra interior, cuando los medicamentos son apenas susurros inútiles contra el estruendo del malestar, aparece ella—o él—con esa sonrisa que es bálsamo puro, con esas manos que no necesitan recetas para curar.
La dulzura de otra alma no viene en frascos etiquetados ni requiere horarios estrictos de administración. Llega imprevista, como la primera luz del amanecer que se cuela por las rendijas de la persiana, tibia y necesaria. Es la caricia que no pregunta qué duele, sino que simplemente alivia. Es la voz que no dice "todo estará bien" porque sabe que mentir no es medicina, sino que susurra "aquí estoy" y eso basta, eso es suficiente, eso es todo.
He visto cómo un abrazo derrite los coágulos de la tristeza, cómo una mirada comprensiva disuelve los cristales afilados de la ansiedad. La farmacia del alma ajena está siempre abierta, sin recetas, sin copagos, sin efectos secundarios que no sean la gratitud y el alivio. Sus anaqueles están llenos de paciencia concentrada, de escucha activa, de presencia genuina—esas drogas milagrosas que ningún laboratorio ha logrado sintetizar.
La mejor medicina no se traga ni se inyecta; se respira, se absorbe por la piel, se metaboliza en el corazón. Es contagiosa de la manera más hermosa: quien la recibe inevitablemente la transmite, creando una epidemia de sanación que no conoce fronteras ni distinciones. En un mundo obsesionado con curar desde afuera, la dulzura de otra alma nos recuerda que los remedios más poderosos brotan del encuentro humano, de esa química inexplicable que ocurre cuando dos soledades se reconocen y deciden acompañarse en el misterio compartido de estar vivos.
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