La noche se derrama como tinta espesa sobre su piel desnuda, y ella es el secreto que la oscuridad guarda celosamente. Sus contornos se difuminan en la penumbra, convirtiéndose en geografía de sombras, en territorio inexplorado donde la luz no se atreve a posarse. Es la Venus de una mitología personal, emergiendo no del mar sino de la negrura absoluta, despojada de todo artificio, vulnerable y poderosa a la vez.
En este teatro sin público, donde las paredes son testigos mudos, ella danza una danza inmóvil, una quietud que es puro movimiento interior. La oscuridad la abraza como un amante paciente, acariciando cada curva, cada pliegue de su existencia desnuda. No hay espejo que la refleje, no hay mirada que la juzgue; solo existe en la intimidad primordial de quien se encuentra consigo misma en el corazón de la noche.
Sus manos buscan en la negrura la certeza de su propio cuerpo, cartografiando la realidad de su presencia mientras el mundo exterior se desvanece. En esta oscuridad que es matriz y refugio, ella es simultáneamente Eva antes de la manzana y Lilith después de la rebeldía. La desnudez no es ausencia sino plenitud, no es carencia sino abundancia de verdad.
El silencio la envuelve como una segunda piel, más íntima que la primera. En la oscuridad absoluta, donde los ojos son inútiles, todos los demás sentidos despiertan con intensidad animal. Ella es pura sensación, pura existencia despojada de las máscaras que el día impone. La noche la ha elegido para ser su sacerdotisa secreta, la guardiana de misterios que solo se revelan cuando las luces se apagan y el mundo verdadero comienza.
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