Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

LOS NIETOS

Para Bruno, Dante y Elías.

Llegan como ráfagas de viento fresco al patio donde el tiempo se había vuelto quieto, donde las horas pasaban lentas como el gotear del rocío al amanecer. Sus voces agudas rompen el silencio de la casa, llenan los rincones que se habían acostumbrado al murmullo bajo de las conversaciones de los abuelos, al roce suave de los pies descalzo sobre el piso de madera.

Los nietos traen en sus ojos la curiosidad del mundo nuevo, esa luz inquieta que pregunta por todo: por qué los aviones vuelan, por qué no podemos respirar bajo el agua, por qué el abuelo parece niño con nosotros y la abuela siempre está vigilante de nuestro bienestar. Sus manos pequeñas tocan todo, descubren tesoros olvidados en los cajones: fotografías amarillentas, monedas viejas, cartas escritas con tinta que ya nadie sabe leer.

En las mañanas corren descalzos por la casa, persiguiéndose entre los muebles, se esconden tras las resbaladillas o los columpios mientras que el sol les pinta la piel de dorado. Sus risas brotan espontáneas como el agua de los manantiales después de las lluvias de agosto, limpias y cristalinas, sin el peso de las preocupaciones que cargan los adultos en los hombros.

Los abuelos los miran con esa ternura honda que solo dan los años, con esa paciencia infinita de quien ha aprendido que la vida es un río que fluye y que cada generación es una nueva corriente que se suma al caudal. Les cuentan historias donde los animales hablan y los santos bajan del cielo a caminar por los senderos polvorientos, les cantan las viejas canciones de Cri-Cri con la que ellos, los abuelos, crecieron.

Cuando llega la hora de partir, cuando los padres los llaman para regresar a la ciudad de cemento y prisa, los nietos se aferran a las ropas de los abuelos, prometen volver pronto, llevan en sus bolsillos dulces, chocolates y un cúmulo de ilusiones. En sus corazones pequeños queda sembrada la nostalgia de este lugar donde el tiempo tiene otro ritmo, donde las noches son largas y están llenas de juegos, donde temprano a la mañana siguiente marcan las horas mejor que cualquier reloj.

Los nietos son la promesa de que la memoria no morirá, de que alguien recordará el sabor de chocolate preparado por la abuela despues de mojarse por la lluvia, el intenso olor del café que el abuelo bebé gustoso, las ardillas recorriendo los árboles y escondiéndose en cuanto son descubiertas por sus ojos curiosos. Ellos son el puente entre lo que fue y lo que será, los portadores de esa herencia invisible que se transmite en abrazos, en cuentos contados al calor del amor, en canciones tarareadas mientras los juegos fluyen.

Aunque crezcan lejos, aunque sus vidas los lleven por caminos de asfalto y luces de neón, siempre llevarán en algún rincón del alma el recuerdo de ese pequeño lugar en donde aprendieron que la felicidad puede ser tan simple como correr en el parque al atardecer o dormirse arrullados por los brazos de sus abuelos.

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