Hay territorios del alma que solo conocen la distancia como forma de proximidad. Territorios donde el amor crece en la ausencia como los hongos en la oscuridad, alimentándose de lo que no está, de lo que se presiente pero no se toca. Poco nos vemos, es cierto, pero cada encuentro es una pequeña resurrección, un milagro que desafía las leyes de la física emocional.
Entre tú y yo se extiende un país hecho de calendarios tachados, de relojes que marcan horas diferentes, de teléfonos que suenan en el vacío de las madrugadas. Un país donde las palabras viajan por cables submarinos y se transforman en suspiros, donde los besos se envían por correo certificado y llegan siempre con retraso. Pero qué importa el tiempo cuando el corazón tiene su propia geografía, sus propias estaciones, su propia forma de medir las distancias.
Mucho nos amamos porque hemos aprendido a amar con la imaginación, a construir puentes con hilos de luz, a hacer presente lo ausente. El amor, cuando es verdadero, no necesita testigos ni horarios. Se alimenta de sí mismo como una llama que arde sin combustible visible. Poco nos vemos, sí, pero en cada mirada condensamos siglos de ternura, en cada abrazo recuperamos todo el tiempo perdido.
Hay una sabiduría antigua en este amor nuestro, una sabiduría que conocen los marineros y las plantas del desierto: la de saber esperar, la de saber que la intensidad no se mide por la frecuencia sino por la profundidad. Poco nos vemos y mucho nos amamos porque hemos descubierto que el amor verdadero no habita en la superficie de los días sino en las profundidades del alma, donde el tiempo se vuelve espeso como la miel y cada instante vale por una eternidad.
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