Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

Un día de estos

Se vio obligado por el miedo a vaciarse en cada encuentro, a darlo todo por ver sus ojos -los de ella- chispear en su presencia. El miedo de ella era a entregarse. El miedo de él a que no se entregara. Por eso él acababa entregándolo todo, lo que le correspondía entregar a él y lo que le correspondía a ella. Lo daba todo por ver caer sus temores, lo daba todo para que no hubiera ninguna duda sobre ser o no merecedor de su amor. Pero el amor no se merece. Surge o no surge. Y si surge como surgió en este caso, luego hay que esquivar el miedo de ella y aquel era un miedo  gigante. Porque antes de él hubo otros nombres, personas que dejaron su alma como una aldea saqueada, desengaños con forma de persona que la dejaron demasiadas noches sin dormir y demasiados días sin abrazos. Aún le dolían los pies de pisar las promesas rotas que le hicieron sobre otras camas y así es difícil entregarse incluso cuando el amor te golpea en el vientre con su mirada bondadosa.

Y no se sabe si hay solución. Depende de ella, del tiempo que tarde en darse cuenta del origen de sus miedos, del tiempo que tarde en darse cuenta de que no todos los hombres extienden cheques sin porvenir. Y depende él –no conviene olvidarlo-, del tiempo que quiera darse en intentarlo, del tiempo que considere suficiente para rendirse.

Tal vez lo consigan, tal vez, un día de estos.

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