Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

Tu agonía

La tarde se moría y en el viento 
la seda de tu voz era un piano, 
y la condescendencia de tu mano 
era apenas un suave desaliento.

Y tus dedos ungían un cristiano perdón, 
en un sutil afilamiento; 
la brisa suspiró, como en el cuento 
de una melancolía de verano.

Con tu voz, en la verja de la quinta, 
calló tu palidez de fior sucinta. 
La tarde, ya muriendo, defluía

en tu sien un suavísimo violeta, 
y sobre el lago de tersura quieta 
los cisnes preludiaron tu agonía.

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