Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

LUGAR SEGURO

Ella ahora está en la ducha. Desde aquí se escucha el sonido del agua impactando contra la cerámica del piso. Llueve sobre su cuerpo, luego de haber sido su cuerpo el que hizo llover sobre mi boca. Suspiro profundamente por el recuerdo, y sonrío al observar el desastre que dejamos en la habitación: sábanas desencajadas, ropa por el piso, y un olor a tierra mojada mezclado con la fragancia de aquellas velas aromáticas que terminan de consumirse en un rincón. Entre mis dedos, un cigarro exhala su propia humareda, cuya brasa en el extremo brilla con intensidad en cada calada. De tomar hubo vino, agua, saliva y fluidos. Un nutrido repertorio de Two feet y The Weeknd coronó el momento sonando de fondo.

Y ella ahora está en la ducha. Dimos por terminada la sesión luego de no sé cuánto tiempo ni cuántos orgasmos. Cuando el acto se consuma, no hay lugar para lógica ni conteos. El ritmo cardíaco suele ir más rápido que mis pensamientos si a mis pensamientos los ocupa ella. Mis ojos la enfocaban mientras ella entrecerraba los suyos. Mordiéndose los labios, gimiendo como si estuviese compitiendo en una maratón. Una vez le dije que el romance ya no formaba parte de mi vida, pero siempre hubo algo en ella que me devolvía las ganas de creer en los finales felices, en los para siempre, en las historias de amor de aquellas películas que tanto le gustaban y que yo nunca veía. Supongo que siempre fui un escéptico sentimental. Mi única certeza de amor era ella y ella formaba parte de un mundo que siempre me dio razones para renegar de él. No estaba lejos de la verdad cuando, mientras exploraba su cuello a mordidas y besos, le confesé que me encantaba, que me encantaba follarla, sentirla abriéndose de par en par para recibirme. No mentí pero pude haber sido más sincero. Pude haberle dicho que con ella volvía a tener razones para creer, para rescatar a aquel que fui alguna vez, hace años, cuando ignoraba que, de existir alguna reciprocidad en el mundo, esta consistía en una equivalencia directamente proporcional de amor y dolor: que aquello que amas puede dolerte con la misma intensidad luego. Fue por eso que comencé a amar de esa forma sucia y calculada, sin entregarme del todo, ocultando las cicatrices, fingiendo que no se me derretía el alma cada vez que ella me sonreía y me abrazaba espontáneamente cuando caminábamos por la calle. Pero me quedé callado. Estábamos follando, maldita sea, y ahí no hay lugar para cursiladas. Cuando las gónadas se abren, el corazón se cierra. Pero lo sentí, en cada orgasmo, en cada beso, en cada arañazo que recibía mi espalda, en cada embestida, en cada jadeo que intensificaba el placer hasta el infinito. Lo sentí. Sentí que tenía que decirle la verdad.

Así que ahora está en la ducha. El resplandor de la mañana nos asaltó de improviso cuando ni las ganas ni las fuerzas pudieron augurarnos otra arremetida. Besé su frente, y me incorporé. Descorrí las cortinas, me envolví en una toalla, encendí un cigarro, me senté a saborear ese instante mágico en el que la vida parece transcurrir más lento. Ni siquiera hizo falta la música. Me bastó con ser consciente de que aquel momento era único y que lo estaba viviendo, sin dejarlo ir. Mientras se dirigía a la ducha, me miró y me lanzó un beso. Le devolví una sonrisa y le di una calada al cigarro en su nombre. Luego ella entró y el agua comenzó a llover sobre su cuerpo. Desde aquí puedo imaginar los azulejos contemplándola con morbo, al jabón resbalando por sus curvas como hasta hacía un rato había resbalado mi lengua.

Ella está en la ducha, despojándose de mi olor pero no de mi tacto; dejándose arrullar por el ruido del agua pero sin poder quitarse de la cabeza mis palabras; quitándose mi imagen pero no mi recuerdo. Me encargué de invadir su mente de tal modo que, donde quiera que ponga la mirada, siempre me va a encontrar ahí. «Es el único lugar donde podrás tenerme de forma permanente —le dije— y, si algún día te vas, será el único del que no podrás sacarme». Y me es inevitable maravillarme por ese acto precioso que se da cuando dos almas habitan el mismo cuerpo, como un intercambio por lo demás justo, pues ella, aunque está en la ducha, también se encuentra aquí, entre mis brazos, no sólo por las cicatrices de los arañazos, sino también porque, desde que la tengo, mis abrazos se han adaptado al contorno de su cuerpo, para que sólo quepa ella. Está en las canciones que adquirieron un significado con su presencia, en las películas que, aunque no sean románticas, me recuerdan que vale la pena seguir vivo por ella, para ella.

Lo mejor es que el miedo de que se vaya no existe. Por primera vez me siento en un lugar seguro. Mi alma no tiembla con los adioses, mi corazón no se atribula con las ausencias, mi mente es un lugar escampado cada vez que duermo junto a ella. Creo que eso es lo más preciado que puede inspirar una mujer: la absoluta certeza de su compañía, de su presencia, de su permanencia, de su entrega y reciprocidad. Eso la convierte en hogar, y uno siempre se queda donde no se siente como un eterno forastero que en cualquier momento tendrá que abandonar su lugar de refugio.

Dejo escapar un suspiro y cierro los ojos, pensando en este instante irrepetible. Cuando vuelvo a abrirlos, ella ya ha salido de la ducha, envuelta en una toalla. Nuestras miradas comienzan su diálogo cargado de mutismo y significado, un lenguaje cuya naturaleza me resulta compleja pero al mismo tiempo familiar. Ella se acerca a mí con pasos felinos, mientras deja caer poco a poco la toalla que cubría su desnudez. Sonrío ante la iniciativa, consciente de todo el temporal que se aproxima con cada paso. Me incorporo para recibirla, ella se envuelve entre mis brazos, enrosca los suyos en mi cuello, y clava sus ojos en los míos, como si pudiese observarme por dentro. The Weeknd vuelve a sonar de fondo…

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