Eres la compañera que no pesa en mis hombros pero que llena todos mis espacios vacíos. Tu presencia es un milagro cotidiano, un temblor de colores iridiscentes que danza entre lo real y lo soñado. Vienes y vas, suspendes tu cuerpo diminuto en el aire con la maestría de quien conoce secretos que los humanos hemos olvidado, y en cada batir de tus alas escribes poemas que solo el corazón sabe leer.
Mi compañera de vuelos cortos pero intensos, de amores que no necesitan palabras, de silencios que hablan más que todos los discursos. En ti he aprendido que la belleza no necesita explicaciones, que la vida puede ser liviana sin ser superficial, que existe una manera de habitar el mundo sin dejarse atrapar por su peso.
Colibrí, pequeña maestra de la levedad, cuando te posas en la rama más frágil del rosal, me enseñas que la delicadeza es también una forma de fortaleza. En tu pico encuentra refugio toda la dulzura que el mundo todavía guarda, y en tu mirada, dos gotas de obsidiana pulida, veo reflejada la inmensidad de un universo que cabe en lo diminuto.
Así transcurren nuestros días juntos: tú suspendida en tu eterno presente de pétalos y rocío, yo anclado en mi tiempo humano pero liberado por tu ejemplo. Porque contigo he descubierto que el amor verdadero no aprisiona sino que enseña a volar, que la compañía más perfecta es aquella que respeta la naturaleza salvaje del otro, que permite que cada quien sea fiel a su propio cielo.
Colibrí, mi compañera de vida, cuando llegue la hora en que mis ojos ya no puedan seguir tu danza aérea, sabré que has dejado en mí algo de tu magia: la certeza de que existe una forma de amar que es puro movimiento, pura gracia, puro asombro renovado cada día como el amanecer sobre las flores del jardín donde nos conocimos.
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