Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

CRECER CON UNA HIJA

Para Ximena.

Hay días en que la miro y no reconozco al hombre que fui antes de que ella llegara con sus ojos enormes y su manera de preguntar por qué el cielo no se cae. Me veo en el espejo y descubro que tengo las manos más suaves, que camino más despacio por los pasillos de casa, que he aprendido a susurrar canciones que no sabía que conocía.

Crecer con una hija es como aprender un idioma nuevo cada mañana. Ayer entendía su llanto de hambre, su risa cuando encontraba una mariposa en el jardín, luego aprendí a traducir sus silencios de adolescente. Es un diccionario que se escribe solo, página a página, con la tinta invisible de los días que pasan sin aviso.

Ella me enseña que la ternura no es debilidad sino arquitectura: construyo con ella torres de almohadas que desafían la gravedad, palacios de mantas donde gobierna la imaginación, puentes de palabras que conectan su mundo con el mío. Cada abrazo suyo es una lección de ingeniería emocional que no aprendí en ninguna escuela.

Los domingos por la tarde, cuando el sol se cuela por la ventana y la veo concentrada dibujando mundos imposibles, entiendo que yo también estoy creciendo. Que sus preguntas me obligaban a encontrar respuestas que no tenía, que su confianza ciega en mí me conviertió en el hombre que ella cree que soy. Es un crecimiento hacia adentro, una expansión del alma que duele y alegra al mismo tiempo.

Había noches en que la veía dormir y pensaba en el hombre que soy ahora cuando ella ya no necesita que le ate los zapatos, cuando sus secretos no son míos, cuando sus sueños la llevan lejos de esta casa donde ahora ya no reina su risa. Y entonces comprendo que crecer con una hija es también aprender a soltarla, a ser lo suficientemente fuerte para dejarla volar y lo suficientemente sabio para estar ahí cuando decida regresar.

Porque al final, crecer con una hija no es otra cosa que convertirse en el tipo de hombre que merece ser su padre, día tras día, error tras error, abrazo tras abrazo, hasta que un día ella tenga hijos propios y entienda, como yo entiendo ahora, que el amor más grande es aquel que se construye en las pequeñas cosas: en el desayuno compartido, en el cuento antes de dormir, en la paciencia infinita para responder siempre que pregunte por qué el cielo no se cae.

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