Porque el amor, ese territorio sin mapas, no se deja domesticar por los discursos ni se rinde ante las definiciones. Es más bien como el agua que busca su cauce, moldeándose a los accidentes del terreno, persistente y suave a la vez. Hablemos de cómo se instala en los gestos pequeños: el modo en que alguien guarda silencio para escucharnos mejor, la manera en que sus manos encuentran las nuestras sin buscar, el ritual secreto de compartir el último bocado.
Y qué decir de esa extraña geometría del amor, que convierte las distancias en cercanías y hace que dos soledades se transformen en una compañía inesperada. Hablemos de cómo el amor nos enseña idiomas que no sabíamos que sabíamos: el lenguaje de los cuerpos que se reconocen, el dialecto de las ausencias que se vuelven presencia, esa gramática del deseo que no se aprende en los libros sino en la experiencia directa de ser tocados por otro ser.
Hablemos también del amor que duele, porque todo lo verdadero trae consigo su propia herida. Del amor que nos obliga a crecer más allá de nuestros límites conocidos, que nos pone frente al espejo despiadado de nuestras contradicciones. Del amor que nos enseña que amar no es poseer sino liberar, no es completar sino acompañar el vuelo del otro, aunque ese vuelo a veces nos lleve por caminos que no habíamos imaginado.
Porque al final, hablemos de amor como de lo único que verdaderamente importa: esa fuerza misteriosa que nos conecta con lo más profundo de nosotros mismos y con la vastedad del mundo, que nos recuerda que estamos aquí no solo para sobrevivir sino para florecer en la compañía de otros corazones que, como el nuestro, también buscan un lugar donde ser simplemente lo que son, sin máscaras ni disculpas, en la honestidad radical de quien se atreve a amar y ser amado.
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