Hay una cartografía secreta en el encuentro de nuestras palmas. Un mapa que se dibuja cada vez que tus dedos buscan los míos en la penumbra de la tarde, cuando el asfalto se vuelve río y nosotros, náufragos voluntarios de esta ciudad que nos devora los pasos. Caminar contigo es inventar un país donde las aceras son senderos de montaña y cada semáforo, una pausa para contemplar el paisaje de tu perfil recortado contra las vitrinas iluminadas.
Nuestros pasos se sincronizan como relojes cómplices. Tú llevas el compás de la lluvia en los zapatos, yo cargo el eco de todas las calles que hemos recorrido juntos. Hay algo de ritual primitivo en esta danza urbana, algo que nos conecta con los primeros humanos que descubrieron que caminar de la mano era una forma de domesticar el miedo, de hacer habitable la inmensidad del mundo.
Entre tu mano y la mía se construye un puente invisible. Un arco de carne tibia que desafía la geometría de la soledad. Cuando aprietas mis dedos, siento que el tiempo se detiene en esa presión exacta, en esa pequeña urgencia que dice: aquí estamos, ahora, resistiendo juntos la gravedad de lo que se desvanece. El mundo puede derrumbarse a nuestro alrededor, pero en el círculo perfecto que forman nuestros brazos unidos hay una patria portátil, un territorio que llevamos a donde vamos.
Los transeúntes nos miran como si fuéramos arqueólogos del amor, excavando ternura en medio del cemento. Y quizás tengan razón. Quizás caminar tomados de la mano sea la única arqueología posible en estos tiempos de prisa, la única manera de desenterrar la belleza que yace sepultada bajo las capas de rutina y desencanto.
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