Hay geografías secretas en los labios. Continentes que esperan el roce de otro continente para despertar de su letargo mineral. Un beso no es apenas el encuentro de dos bocas: es la fricción que convierte la piedra en chispa, el silencio en grito, la espera en desbordamiento.
Basta un beso. Uno solo. Como basta una cerilla para incendiar el bosque entero. Porque en ese instante donde las bocas se reconocen, se desata una memoria ancestral que habita en la piel: la memoria del deseo que no conoce razones ni calendarios. Todo lo que estaba dormido se levanta de golpe. Las manos ya no saben estar quietas. Los cuerpos olvidan la distancia como quien olvida un idioma que nunca debió aprender.
La pasión no llega con anuncios. No toca la puerta ni pide permiso. Se enciende así, en el umbral de un beso, con la violencia dulce de quien ha estado esperando demasiado tiempo. Y entonces ya no hay vuelta atrás. Ya no hay cordura que valga. Solo queda el fuego y la certeza de que algunos incendios están hechos para ser habitados, aunque nos consuman por completo.
Un beso y todo lo demás es consecuencia. El resto es entregarse al vértigo, dejar que la llama haga su trabajo. Porque hay encuentros que no necesitan más que un roce para convertirse en conflagración. Y nosotros, pobres criaturas hechas de yesca y anhelo, no tenemos más remedio que arder.
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